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Cádiz

El Rey Juan Carlos

Uno se imagina ahora al autor de carnaval Juan Carlos Aragón en el otro barrio disparando maledicencias sardónicas contra la mayoría de cuantos lo ensalzamos

Unas 3.000 personas pasaron por la capilla ardiente de Juan Carlos Aragón en el Teatro Falla/ Foto: EFE
Unas 3.000 personas pasaron por la capilla ardiente de Juan Carlos Aragón en el Teatro Falla/ Foto: EFElarazon

Uno se imagina ahora al autor de carnaval Juan Carlos Aragón en el otro barrio disparando maledicencias sardónicas contra la mayoría de cuantos lo ensalzamos

Una semana después de que España enterrase en loor de santidad al diputado por Cádiz (2008-2011) Alfredo Pérez Rubalcaba, el Teatro Falla despedía con una multitudinaria capilla ardiente al último mito gaditano, Juan Carlos Aragón Becerra, a quien el periodista Fernando Santiago ha definido con más tino que nadie en su tránsito por las diversas modalidades carnavalescas: «La chirigota perdió un genio, la comparsa ganó un gran autor». Ambas muertes, tremebundas como todas las que acaecen en edades demasiado tempranas, nos recuerdan cuán indulgentes somos aquí con los difuntos, como si el salmo más citado del Eclesiastés lo hubiese escrito un intelectual orgánico de la Junta: «Líbrame, Señor, del día de las alabanzas». Irónico hasta la frontera misma del sarcasmo, uno se imagina ahora al autor en el otro barrio disparando maledicencias sardónicas contra la mayoría de cuantos lo ensalzamos. «Hoy por hoy Paquirrín es el niño más feo que hay en el mundo», hizo cantar sin anestesia a Kadi City, o así se atrevió a bromear con la soltería añosa de Felipe VI, cuando aún era Príncipe de Asturias y pocos chistes se toleraban con la monarquía: «En vez del Atleti me parece a mí que te gusta Kiko». Cuentan quienes mejor lo conocieron que trataba de esconder la timidez detrás de esa insolencia malaje que se gastaba, y a fe que la escondía bien; lo que es seguro, es que le habría encantado escribir el verso con el que Loquillo abre uno de sus temas, «No vine aquí para hacer amigos», porque la vida que llevó, siempre al servicio de su libérrima voluntad, casa fatal con las relaciones públicas. El Capitán Veneno nunca fue de morderse la lengua, quizá porque sabía que la tenía impregnada en cianuro y temiese, pues eso, envenenarse. El ego sí lo tenía como la torre de preferencia. Casi siempre con razón.