Alejandro Aravena, en el espacio que ocupaba una capilla antes de la explosión

La Paloma seis meses después: vencer una tragedia entre los escombros

El sacerdote Alejandro Aravena, superviviente de la explosión de gas en la casa parroquial de la calle Toledo de Madrid que causó cuatro fallecidos, vuelve al que fue su hogar con LA RAZÓN

De vez en cuando se le pasa por la cabeza. «Pude ser yo». Aquella mañana salió de casa para recoger un grifo de la ducha que había comprado por Wallapop para ahorrarse unos euros. Se marchó después de haber estado quitando nieve del patio con Gabriel, el párroco de la Paloma, de los efectos de Filomena. Recibió una llamada de Rubén. «Me preguntó si habíamos utilizado algún producto parecido al gasoil, porque había un olor muy fuerte», recuerda Alejandro Aravena, que intentó volver cuanto antes ante la llamada de su compañero de piso. Y, sobre todo, amigo, además de hermano en el sacerdocio. No llegó a tiempo. Se le adelantó David, un laico comprometido de la parroquia madrileña de la Virgen de la Paloma. De los de toda la vida. Juntos fueron recorriendo piso por piso buscando de dónde venía el olor y… ya han pasado seis meses. No están ni Rubén ni David. Tampoco Stefko y Javier, los otros dos muertos por la explosión del edificio parroquial mientras caminaban por la calle Toledo.

El caso sigue su curso en los tribunales, después de que las víctimas hayan recurridoel archivo de la causa. La explicación oficial –un escape accidental de gas natural bajo la acera de la calle Toledo– abre muchos interrogantes sobre el estado de las tuberías, cuya responsabilidad sería de la empresa suministradora. Los afectados quieren que se investigue también esa parte igual que se investigó a la parroquia. Si en el interior del edificio todo estaba en regla y ni las calderas explotaron ni las víctimas tocaron nada, ¿qué pasó entonces?

Interrogante abierta, como las heridas de las familias de los fallecidos, de los vecinos desalojados, de la residencia puerta con puerta. La onda expansiva se llevó casi todo por delante, menos la esperanza. Alejandro parece haberse acostumbrado a moverse por el esqueleto desnudo de un edificio envuelto en una armadura de chapa que aspira a ser reconstruido. Las tareas de desescombrado se han completado y el cálculo de estructuras habla de un primer informe favorable que permitiría ahorrar tiempo y dinero en volver a habilitar el inmueble. Nadie se atreve con los plazos. Dos o tres años, quizá. En el porche, un horno encastrado aguanta sobre la lavadora. Al lado un sillón en azul plomizo. Enfrente, decenas de sillas que se apilan huérfanas de sala de catequesis.

El espacio de una antigua capilla en el edificio parroquial
El espacio de una antigua capilla en el edificio parroquialDavid JarLa Razon

«Entrar cuarenta días después de que todo pasara, era para mí una necesidad», comenta sobre aquellos primeros días tras la deflagración, en los que recuperó poca cosa. El pasaporte y las llaves del coche. Pero, sobre todo, superar una barrera física adosada al duelo. «Tienes que aceptarlo, abrazarlo y hacerlo tuyo, no puedes negar que no ha pasado nada. Es el salto para poder volver a la normalidad sin olvidar, para reconstruir y reconstruirte», expone en un discurso racional y psicológico que solo se sostiene unido a la fe. «Dios ha estado presente en todo momento. Tan solo en un primer instante sentí algo de oscuridad y no era capaz de entender nada. No veía salida. De repente, te ves en caída libre». El sacerdote chileno echó mano entonces de su móvil, de su estado de Whatsapp: «¡Cómo es posible que la luz se apague!». Se toparía con la respuesta ese mismo día: «Celebramos una primera eucaristía en casa de los padres de Sara, la mujer de David. Allí se masticaba el dolor, pero también se asomó una llama de esperanza: Dios nos ayudará». De nuevo, la luz.

«Eso no significa que todo se vaya de un día para otro. He llorado mucho, pero también he reído, teniendo presente a David y a Rubén, que siempre contagiaban su alegría y lo siguen haciendo», comparte mientras sube los escalones. «Sus familias son las que más me están ayudando a seguir, con su testimonio de fortaleza en la adversidad. Son una piña y no lo digo como frase hecha. Ellos no dudan de que creemos en la vida eterna: David y Rubén no volverán, pero nosotros sí iremos con ellos».

Alejandro Aravena, en el espacio que ocupaba una capilla antes de la explosión
Alejandro Aravena, en el espacio que ocupaba una capilla antes de la explosiónDavid JarLa Razon

El presbítero se para a contemplar lo poco que queda de un icono de la una de las capillas de la casa. Hasta que se ponga en pie, las 19 comunidades del Camino Neocatecumenal permanecen repartidas por diferentes parroquias de Madrid. A Cáritas se le ha habilitado una nueva sala. Los sacerdotes, se apañan como pueden realojados en pisos de la archidiócesis después de unos meses de acogida en el seminario. Seis meses en los que continúan llegando muestras de cariño y de apoyo.

Alejandro continúa en su ascenso entre las ruinas y se detiene en el quinto piso. Entre otras cosas, porque el sexto voló por los aires. «Aquí estaba mi habitación», señala colocándose justo donde estaría ubicada su cama para luego seguir baldosa a baldosa hasta toparse con el comedor donde se encontraba Matías Almonte, el sacerdote paraguayo que se quedó atrapado en la vivienda y pudo salvar su vida. «Estaba almorzando y de repente sintió una ráfaga. Menos mal que movió la mesa para adelante y no se echó para atrás con la silla, porque habría caído al vacío», detalla.

Estado en el que la explosión dejó el interior del edificio parroquial
Estado en el que la explosión dejó el interior del edificio parroquialDavid JarLa Razon

Ese salón, ahora inexistente, fue espacio para confidencias con Rubén. «Hay amigos que te hacen ser mejor persona. Eso significa para mí Rubén. Teníamos una confianza enorme porque compartíamos debilidades y flaquezas, con la suerte de que él era más expresivo, no ocultaba sus defectos y me ayudó a ser más expresivo», expone sobre un cura, del que tiene grabado su rostro de serenidad en sus últimas horas en el hospital y al que define como «un imán que era capaz de atraer a todo el mundo».

De aquel derrumbe vital, Alejandro se queda, escaleras abajo, con unas cuantas lecciones tatuadas a fuego. Entre ellas, el valor de lo importante. «Ahora me quería haber ido de vacaciones a Chile, porque a mi padre le ha dado un ictus, pero echando cálculos no podré escaparme hasta noviembre. En el momento en el que surge la más mínima tentación de queja, reaccionas y todo pasa a un segundo plano porque te dices: ‘Si yo debería estar muerto...’. Yo debía estar en el lugar de David porque no llegué a tiempo, pero el lugar en el que estoy es el que tengo que estar. Yo no estoy en un plano mejor o peor que los fallecidos, sino que no era mi día ni mi momento. Cuando llegue no me podré escapar». Con esta misma naturalidad, echa el cierre de la cancela, dejando dentro a un san Pedro empolvado y planea el resto del día. Una reunión con unos novios que se van a casar, la misa de la tarde y una cena con un joven que también vivió en primera persona aquel 20 de enero. «Donde tengo que estar», insiste Alejandro.

Fachada del edificio parroquial que explotó el pasado 20 de enero
Fachada del edificio parroquial que explotó el pasado 20 de eneroDavid JarLa Razon