
Entrevista
África Guzmán, la mujer que adelantó medio siglo la danza en España
La pionera madrileña cumple setenta años abriendo camino a varias generaciones de bailarines y transformando la danza en España

Durante setenta años, miles de niñas —y también algunos niños— han aprendido a marcar un plié, estirar el empeine o colocarse en tercera frente a los espejos de la Escuela de Danza África Guzmán. Lo que quizá no imaginan es que detrás de esa barra pulida por tantas manos hay una historia de empeño, de intuición y de talento precoz. Una historia que empieza en Madrid, en la calle San Bernardo, con una niña de cinco años que no aceptaba un «no» por respuesta. «Me empeñaba en bailar», recuerda para este periódico África, en una de las salas de su escuela. «Mi padre vio que tenía condiciones y me llevó al Conservatorio. Pero no me podían admitir, tenía que tener al menos seis años. Yo me disgusté tanto… y seguí bailando tanto… que al final me aceptaron como oyente. La primera niña oyente». Aquella niña que solo podía sentarse en el suelo, observando, resultó aprender más que nadie. «Me sabía las coreografías de memoria, mejor que las que bailaban», cuenta con una sonrisa.
Pronto, Laura de Santelmo, su directora y «primerísima bailarina», la llamó «prodigio». Y África arrancó una formación que, sin saberlo, la convertiría en pionera de la enseñanza de la danza en España. A los 16 años ya era auxiliar de la cátedra de Santelmo. A los 18, abrió su primera escuela. «No existían compañías, era muy difícil proyectarse profesionalmente. Y mis padres no me dejaban irme por ahí de bailarina. Así que pensé: si no puedo bailar como yo quiero, me dedicaré a enseñar. Lo tenía clarísimo». Y lo cumplió. Su vida personal avanzó al ritmo de los tiempos: se casó con 19 años, tuvo cinco hijos —África, María Europa, Julietta de Oceanía, Asia y Rafael— y aun así mantuvo viva la escuela, que este año cumple siete décadas. Tres de sus cuatro hijas siguieron sus pasos. Una de ellas, África, es hoy codirectora del Ballet Estable del Teatro Colón de Buenos Aires junto a Julio Bocca. Las otras dos, María Europa y Julietta de Oceanía, se hacen cargo de la escuela. La familia Guzmán es, hoy, una saga de la danza. «Mi marido nunca tuvo problema en que usaran mi apellido artístico».Las conocen como «las Guzmán» , algo de lo que se sienten muy orgullosas.

La labor pedagógica de África ha dejado un mapa de España sembrado de bailarinas. «Si miras provincia por provincia, no hay una sola donde no haya una profesora que haya sido alumna mía», dice. Entre sus estudiantes han pasado primeras figuras como Cristina Casas, del Ballet Nacional, o Laura Morera, del Royal Ballet de Londres. Pero lo que más le emociona es seguir viva en la memoria de las familias: «Vienen nietas de antiguas alumnas. ¡Tres generaciones! Eso solo te lo da el tiempo». África fue también quien introdujo en España los exámenes de la Royal Academy of Dance, un sistema exigente, británico, que tardó diez años en conseguir implantar. Hoy es un estándar nacional. «Me costó muchísimo, pero valió la pena. Esta distinción ha elevado el nivel de la danza en España».
Hablar con ella es recorrer la historia de la danza en nuestro país: los trenes de Cercedilla a Madrid para tomar clase con un profesor francés, los años sin referentes, las dificultades para trabajar profesionalmente, los cambios de mentalidad. Pero también es atisbar el presente: «Los bailarines españoles están muy valorados, los contratan en todas partes. Pero seguimos por detrás en tradición. Faltan compañías, faltan oportunidades». Aun así, la escuela vive un momento dulce. Este diciembre, su producción de «El Cascanueces», interpretada por los alumnos del programa profesional y de la escuela, llegará al Real Teatro del Retiro con diez funciones, todas vendidas desde más de un mes antes. «Es un orgullo, pero también una responsabilidad enorme», reconoce. Casi cincuenta alumnos participarán en la puesta en escena, repartidos en tres elencos. La escuela mantiene, además, una convivencia única de edades y niveles: niños desde los tres años, jóvenes en formación, adultos que regresan al ballet después de décadas. «Se admiran entre ellos, se convierten en referentes. Eso es muy bonito».
Hablar de esto hace que se le iluminen los ojos, pero también cuando lo hace de sus alumnos. «Mi meta es verles crecer. Muchos empiezan, pero conforme avanza la carrera se quedan los que realmente lo quieren. Es una profesión sacrificada. Pero cuando ves a esos que llegan hasta el final, que se hacen bailarines de verdad… eso es emocionante». Después de siete décadas, su balance es claro: «He triunfado. Con mis circunstancias, mi edad y mi nivel. Y ahora siguen triunfando mis hijas». Quizá porque África, adelantada a su tiempo en casi todo —en su forma de vestir, de viajar, de emprender, de enseñar— entendió desde niña una verdad sencilla: que la danza no se elige; la danza se vive. Y que cuando se vive así, acaba dejando huella.
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