Opinión

El chico más guapo del mundo

La gente seguirá viendo «Muerte en Venecia» y continuará viendo Tadzio y no a Andrésen.

Además de los rasgos perfectos y orgánicos de su rostro, el color gris de los ojos de Björn Andrésen, coincidía con la exactitud de los de Tadzio
Björn Andrésen, en "Muerte en Venecia"ArchivoArchivo

Tadzio fue una inspiración que nos dejó la literatura y una sublimación que solo podía elevar el cine. Lo que Thomas Mann describió como metáfora, Visconti lo arregló después para el celuloide como una improvisación de carne y hueso que triunfó mucho y que devendría después en tragedia en aquella posteridad de los setenta y su continuación de los ochenta. El cineasta jugó a ser Dios, pero no con una pelliza de barro, sino con un niño, para descender del mundo celeste de la filosofía un ideal, una ilusión de belleza, un platonismo, un inalcanzable, y corporeizarlo a lo bíblico, con una desmedrada arrogancia, en un adolescente, sin presentir el drama que estaba pergeñando.

Los dioses siempre castigan las soberbias del hombre, como advierten los mitos griegos, luego afianzaron los romanos y al final nos redescubrió Mary Shelley en «Frankenstein», aunque, por supuesto, siempre acabemos olvidando estas lecciones enraizadas en el pasado, porque el ser humano es una criatura de natural olvidadizo y, también, porque, para muchos, los clásicos son un latazo de leer. Lo que hizo Visconti, este Gatopardo de Milán, este noble que se rebajó linaje, aristocracia y sangre azul para dedicarse al séptimo arte, que es un arte popular, populachero y de masas, es renovar esta maldición, pero no en la pantalla, sino en un chaval, lo que sin duda excedía lo que veía planteado en el guion.

La elección de Björn Andrésen para el personaje de Tadzio resultó ser uno de esos malabarismos que solo sabe imaginar el hombre y solo puede rubricar el destino. Visconti creó un ídolo, una belleza cinemascope, pero a través de su cinematografía de autor. Después vino el sino a zurrar al muchacho y descabalgarlo de ese éxito temprano y sin guardar composturas.

A un hombre o una mujer jamás se le puede conocer desde la herborescencia de su belleza, pero es justo lo que sucedió con Andrésen, a este muchacho que, como Rita Hayworth, se acostaba siendo Tadzio, pero se levantaba siendo Bjön Andrésen. Lo suyo fue el relato de un sendero bifurcado, como correría a apuntar Borges, la condena del hombre que está abocado a convivir a la vez con quien es y con lo que representaba. Un reflejo, esto ya está en el Génesis, otro latazo que nadie lee, siempre es un sobrepeso de muy mal portar.

Lo de Andrésen, que jamás descendió de los estribos de una cabellera larga, de David miguelangelesco o, ya atenazado por la vejez y las vejeces, de apache irredento, lo juzgaron por lo que veían en él y no por lo que había en su biografía, porque a nadie se le ocurrió discurrir que también los niños tienen biografía.

En estos años de tanto instagrameo de modas, estéticas y esteticismos, el maremágnum de su devenir nos asalta como una advertencia de vivir a la sombra de la belleza, porque la belleza, como la de Tadzio, andrógina, inquietante y colmada de plenitudes juveniles, es rica en esclavitudes y cadenas. Pero a quién le importa eso, ¿verdad?. La gente seguirá viendo «Muerte en Venecia» y continuará viendo Tadzio y no a Andrésen. Es la magia del cine y la penitencia del hombre.