Opinión
Un continente embalsamado
La Feria Internacional del Libro de Guadalajara es todo un abanico de entusiasmos y de admiraciones que por aquí ya somos incapaces de improvisar con unos mínimos de interés
Europa es un continente de corazón viejo y de esperanzas amortajadas. La UE o lo que sea todo esto en lo que nos desenvolvemos es una momificación viviente de ciudades embalsamadas en el lirismo evocativo de su propia antigüedad. Una decantación de la historia con unos ciudadanos deambulando por sus «streets» como con mucho parné en las pieles de la billetera y unos buenos empleos de oficina, de esos que no devastan las manos ni las pringan de alquitranajes, pero que arrastran consigo el remolque de un día a día lleno de ilusiones muertas. Y es sabido que un hombre, cualquier hombre, con el impulso atávico de la curiosidad ya comatoso, solo es un cadáver insepulto, un viviente de George A. Romero, alguien quizá muy encorbatado, muy trajeado y muy perfumado de Chanel nº5 o de Jean Paul Gaultier «pour homme», pero que huele a zombi, a difunto al punto exacto de la sepultura o de brindarle una excelentísima funerala.
Lo contrario está en México, que uno vuelve de allá, de la otra orilla, como apuntaría Julio Cortázar, exactamente de la FIL, de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y lo que ve allí es todo un abanico de entusiasmos y de admiraciones que por aquí ya somos incapaces de adunar o de improvisar con unos mínimos de interés.
En esas tierras calientes, de picantes y tequilas de los que hacen crecer el pelo, un escritor todavía goza de un halo entre reverencial y mítico, como el águila aquella de Tenochtitlán que se posó sobre el nopal y que resultó luego ser un dios, porque las deidades son así, muy zoomorfas y muy dadas a despistar al prójimo.
Esto de que a uno le monten unas colas eternas y le persiga por una especie de Ifema una cola de seguidores de ánimos agitados por la presencia de uno, da mucho subidón a los novelistas que llegan de Europa, porque aquí, como los jesuitas, estamos educados en ejercicios de contención, y porque por estas veredas andamos un poco anémicos de entusiasmos y de fascinaciones. Ya no nos sale del alma el forofismo y sus arrebatos improvisados. A lo máximo que llegamos es a pespuntear una especie de friquismo mal hilvanado. Esta última superstición que representa el ejemplar firmado (como antes existía el daguerrotipo del galán de turno rubricado). A lo mejor porque todavía subsiste la creencia espuria de que si uno consigue el trofeo de un libro firmado, como que también se lleva consigo un pedacito del escritor. Una idea que no tiene nada de racional o de mentalidad cartesiana, y sí, en cambio, bastante de cultura chamánica, primitiva y amazónica.
En Europa nos andamos por unas honduras y abismos de capitales y capitalismos que nos han rebajado a las euforias, a la cortesía administrativa de un «buenos días» o solicitar con educación la pamplina de un «selfie», porque luego, la verdad, es que el «best seller» de turno, la novela de moda, el título de culto, la mayor parte de las veces queda en mero atrezo de estanterías.
En el Nuevo Continente el asunto circula por unas vías más vivas, que por algo allá a la muerte la decoran con los colores del arco iris, y van despejados de prejuicios, con los ojos limpios todavía de suspicacias y prevenciones. Esto les hace leer, lo que sea, solo porque se les antoja o se les encapricha algo, lo que es algo muy salvaje, muy adánico y primigenio. Y eso da envidia.