
Gastronomía
La Maruca: un nuevo viaje de Cantabria a Madrid
Abre nueva sede en Azca y adapta su cocina al ritmo madrileño. Su carta incluye desde los clásicos hasta platos más actuales

Cantabria cuenta con una de las cocinas más reconocibles del norte de España. Una cocina basada en el producto, en la memoria y en una manera de entender la mesa que ha resistido bien el paso del tiempo. Sus platos no han necesitado reinterpretaciones para mantenerse vigentes. Basta una buena anchoa de Santoña, un cocido lebaniego o un trozo de sobao pasiego para certificar que allí manda la tradición.
Madrid no ha dejado de mirar al norte cuando se trata de sentarse bien a la mesa. Aunque la ciudad ha multiplicado su oferta con propuestas llegadas de medio mundo, sigue habiendo espacio y demanda para los sabores de siempre.
El recetario cántabro, con su carácter directo y su apego al producto, ha encontrado en la capital un público fiel, dispuesto a cruzar media ciudad por una buena ración de rabas o por un cocido que no se limite al domingo.
La llegada de nuevas direcciones que reivindican esa cocina ha ayudado a consolidar una oferta que va más allá del antojo nostálgico. Ya no se trata solo de reproducir lo que se comía en casa, sino de ofrecer una experiencia que mantenga el sabor sin perder de vista el contexto urbano. Cocinas preparadas para atender desde el desayuno hasta la cena, cartas amplias, pero bien organizadas, y espacios pensados para acoger al comensal habitual, no solo al que viene de paso.
Entre las casas que mejor han sabido interpretar esa cocina cántabra en Madrid, hay una que lleva más de una década demostrando que la constancia también cuenta. Empezaron con un concepto claro, bien anclado en el recetario del norte, y con una idea sencilla: dar bien de comer. Sin más promesas que esa, fueron ganándose al comensal madrileño con platos reconocibles, atención profesional y un equilibrio poco habitual entre calidad y precio. Estoy hablando del Grupo Cañadío. Con el tiempo, fue sumando nuevas direcciones, nuevas zonas, pero siempre el mismo patrón: cocina de raíz, horarios amplios y una propuesta pensada para integrar la experiencia gastronómica en la rutina diaria de la ciudad. Lo que empezó como una casa de comidas se ha convertido en una de las propuestas más sólidas de la restauración madrileña.
Esa misma línea es la que siguen en su última apertura. Una nueva, La Maruca, acaba de abrir sus puertas en Azca, dentro del edificio Ruiz Picasso 11, en una zona que combina oficinas, tránsito diario y vida de barrio. Un punto estratégico donde la cocina cántabra vuelve a encontrar su sitio, adaptada a los ritmos de la ciudad, pero fiel a su origen. Mantiene los rasgos que han definido al grupo desde el principio. Cocina abierta desde primera hora de la mañana, una carta que no exige demasiadas explicaciones y una disposición del espacio pensada para funcionar igual de bien a las nueve que a las cinco de la tarde. A los pocos días de abrir ya es habitual ver cómo la barra se llena de cafés y tostadas mientras se reparten los primeros pinchos de tortilla. Una tortilla que no necesita presentación: jugosa, sin estridencias y con la misma receta que lleva años generando cierta unanimidad en otras sedes del grupo.
La carta incluye varios clásicos de la casa como la ensaladilla rusa, las anchoas de Santoña con pimientos asados, las rabas de Santander, los huevos rotos con picadillo de Potes, el cocido lebaniego, los callos a la montañesa, la fideuá negra de cachón o la merluza de pincho, que aquí se trabaja entera –cogote, lomos y tajada– en distintas versiones según el día.
También hay espacio para platos más actuales como la terrina de foie con sobao pasiego o la ensalada de ave escabechada, junto a una selección de guisos de carne y pescado que huyen del efectismo para centrarse en lo esencial: fondo, punto y regularidad.
En el apartado dulce, las tartas –la de limón, la de queso– mantienen su sitio como final de recorrido obligado.
El espacio responde a esa misma lógica funcional que ha definido al grupo: una barra larga para los que van con prisa, mesas bajas para quienes se detienen un poco más y una terraza cubierta bajo el porche del edificio, que amplía la capacidad y suma atractivo en una zona poco dada a los alardes hosteleros. La cocina, visible al fondo del local, aporta transparencia y ritmo, mientras que la decoración recurre a tonos neutros y guiños al paisaje cántabro –con imágenes de los Picos de Europa– que remiten más a lo esencial que a lo decorativo.
La apertura en Azca consolida una manera de hacer que ha crecido sin sobresaltos, sin discursos innecesarios y con una clientela que vuelve porque sabe lo que va a encontrar. En un distrito marcado por lo práctico, por los horarios apretados y las decisiones rápidas, esta nueva La Maruca no intenta cambiar las reglas del juego, pero sí mejora notablemente la oferta. Cocina de base, atención correcta y un ritmo que no desentona con el de la ciudad. No hace falta mucho más.
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