Opinión
La alegría de vivir
Tanto Picasso como Matisse titularon de esta manera sendos cuadros que son ya míticos. Carmen Alborch dejó escrito un ensayo también bajo ese nombre: la alegría de vivir... y yo añadiría el esplendor de la belleza y la gloria de la acción, tres ingredientes que no faltaron a lo largo de su existencia: su pelo ígneo, sus pómulos resplandecientes y su sonrisa eterna por un lado; sus magníficas actuaciones públicas que no desmerecieron las de su antecesor frente al Ministerio de Cultura, Jordi Solé Tura (en mi casa de Iria Flavia le decía a la Reina el día que inauguramos la Fundación Camilo José Cela «señora, lo mío es como un slogan: ministro de Cultura Jordi Solé Tura» durante un almuerzo en cuya mesa la mitad de los comensales se han ido ya, el propio Jordi, Sabino y Camilo José. Ahora se ha ido también Carmen, ministra bajo cuyo mandato C.J. recibió el premio Cervantes, eso sí, siete años después de recibir el Nobel en Estocolmo, ya que tanto Javier Solana como Jorge Semprún aseguraron que mientras ellos tuvieran fuerza, Cela no recibiría el máximo galardón de las letras españolas. En fin, pequeños datos para la historia.
Pero volvamos a Carmen Alborch y a este mínimo homenaje que desde mi Cuartel Emocional me honro en tributarle. Ella era la defensa digna y creíble del feminismo que enriqueció con su presencia el último gobierno de González. Nada que ver con el ganado anodino, deshecho de tienta y de cuota que hoy habita el Consejo de Ministros. Carmen era tan estrafalaria en su vestimenta como carismática, culta y con buena pluma.
Pero hagamos un poquito de historia. En otro tiempo mi casa era punto de reunión de los periodistas de más raza en España: Pablo Sebastián, Raúl del Pozo, José Luis Gutiérrez (Guti), todos ellos borrachones, parranderos, jugadores y apasionados en sus discursos salían de discutir y debatir en aquella especie de bendita ágora a las tantas de la noche con mucho whisky en el cuerpo. Eran los años en que emergieron periódicos como «El Mundo», «Diario 16» –éste mucho antes–, y «El Independiente», que primero fue semanal y más tarde se hizo diario. A todos, a los cabezas de estos rotativos, los de la competencia los llamaron «los costaleros del Nobel» y también «el sindicato del crimen». Tiempos inolvidables, sin duda, sobre todo para mí que era una mocosa que apenas alcanzaba la treintena. Uno de los costaleros, Guti, tuvo un romance con Carmen Alborch, un romance secreto, nunca conseguimos que lo reconocieran. Ambos eran una fuerza de la naturaleza, eran como dos panteras de Java y por eso el apasionamiento de su relación fue salvaje. Cuando coincidían en un acto, el uno se alejaba del otro para mantener una clandestinidad de la que todos estábamos al cabo de la calle.
Muchos sentimos la desaparición de «Diario 16», donde yo fui columnista, pero la ruina lo devoró dejándonos a deber unos dineritos a varios de sus colaboradores, y el Guti echó balones fuera dejándonos con el IVA ya abonado debidamente a Hacienda.
Aquel «sindicato del crimen» se fue desvaneciendo, pero no los amores de la ministra y el periodista de voz potente, salida de la boca de su estómago, de su diafragma, pero la muerte se llevó al Guti hace seis años y ahora Carmen se reúne con él. Todo se diluye en la vida, hasta la vida misma. Por eso nos aplicamos aquello de que «el día que pasa no es más que un sueño y el futuro una visión. Mas si vives el presente harás del pasado un sueño de dicha y del futuro una visión de esperanza. Disponte, pues, a vivir el día que nace en el momento en que el alba te salude».
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