Opinión

Nostalgia de la familia

El paso del tiempo nos va llenando de limitaciones físicas y de nostalgias del pasado. Debe ser la lluvia de estrellas que se ha producido esta semana la razón por la que los ánimos andan alicaídos, también por la lluvia meteorológica que nos trae días oscuros e inciertos. Pero para incertidumbre la que provoca el futuro de nuestra especie, la humana, que anda en peligro de extinción, o casi. No nos reproducimos, y los datos de los últimos estudios son sobrecogedores: desde el siglo XVIII no habían nacido tan pocos niños como en la actualidad, y aunque la esperanza de vida es cada vez más alta la población se reduce silenciosamente pero con paso firme, porque hay más muertes que nacimientos. La natalidad no se fomenta, la familia ha perdido la condición de ser la base de la sociedad, tener hijos es muy caro y, en fin, se juntan una serie de razones por las que las estadísticas nos arrojan estos datos preocupantes. Pero detengámonos por un instante en el concepto de familia, esa agrupación de personas que parte de una pareja que antaño se unía mediante un contrato matrimonial, civil o religioso, y que consistía en una asociación de apoyos mutuos, con un proyecto de vida en común y la intención de procrear para ver crecer ese proyecto, ensanchándolo y engrandeciéndolo, con unas ideas también comunes sobre cómo dirigir por la vida a esos nuevos miembros, según credos e ideas. Hoy vamos todos mucho más por nuestra cuenta. Quizá ha cundido una idea de existencia de libertad, más egoísta, que nos aleja de ataduras y responsabilidades, pero que también nos liga a una soledad tranquila y libre de problemas.

Influye también la incorporación de la mujer al mundo laboral, situación muy positiva pero que limita la voluntad de procrear: no es compatible que unos padres estén ocho horas al día fuera de casa con la crianza de unos cuantos chiquillos. Hace años, después de la Guerra Civil, con la desgraciada baja de tantos españoles y la caída de la natalidad en la posguerra, España se vio bajo mínimos pero de inmediato se gestó una política de fomento de la demografía y las familias numerosas eran lo más común en el panorama español. De hecho, si damos una mirada a los tiempos de nuestros padres vemos que ninguno baja de seis o siete hermanos. Mi bisabuelita tuvo veintiún hijos, con dos o tres pares de gemelos, pero eso fue antes de los premios a la natalidad. Debe ser que el bisabuelito era un cachondo y un rijoso, y que antes no había píldoras ni condones.

Ahora nos hemos vuelto cautelosos y con uno o dos niños ya damos por hecho que hemos cumplido. Muchos piensan también que echar hijos a un mundo cada vez más incierto no tiene demasiado sentido. La vida es complicada para todos los humanos sin excepción. Nadie está libre de la desgracia, de la infelicidad ni de los avatares adversos de la vida. Por tanto, ¿para qué traer al mundo seres a quienes les puede esperar de todo? Y para los menos pudientes, para quienes la vida es más dificultosa, ¿por qué hacerles pasar restricciones cuando a uno o dos se les puede proporcionar una infancia cómoda y plena?

En efecto los gobiernos no tienen la llave para que la situación se regule, pero existen medidas para impedir que la situación se agrave más, si cabe. Lo que pasa es que resulta muy cómodo viajar en Falcon, tirarse el farol de un Consejo de Ministros en Barcelona que costará varios cientos de miles de euros y todos esos derroches que suponen una derrama para el contribuyente. Más fomento a la natalidad y menos delirios de grandeza.