Opinión

Competir es perder siempre

Tienes que ser la niña de la primera fila. En mi infancia nos colocaban por orden de notas; a la peor calificada la sentaban en el último asiento de la última fila. También en el boletín de notas reflejaban el lugar que ocupabas en tu curso: la veintidós de veinticinco, por ejemplo. O la uno de treinta. En mi clase la uno era la que mandaba sobre las otras. Porque sí, porque ese puesto le otorgaba automáticamente el poder. Entonces, ella decidía a qué jugábamos y quiénes.

Recuerdo como corría por el patio en el recreo y como todas la seguían como patitos a mamá pata. Casi todas. Yo prefería no jugar o hacerlo con alguna otra insumisa. Pero mi pobre primera de la clase que, por cierto, ahora no figura en Google por mérito alguno, no tenía la culpa. A ella la habían adoctrinado sus padres, sus profesores, su tribu. A ella, como a las demás, nos habían transmitido que no hay sitio para todos y que hay que luchar a cuchilladas por estar en la primera fila. Sin embargo, a nuestra niña la recuerdo muy sola. Aunque tenía el poder, no tenía amigas del alma. El poder es engañoso, siempre aísla y desgasta.

A ella, como a todos antes y ahora, la enseñaron a competir. Sin conciencia de que es una barbaridad, de que desde ahí no se crean lazos ni afectos verdaderos. La competición nos lleva directamente a conductas arbitrarias, justo lo contrario a la cooperación, esa que nos hace participes de los éxitos ajenos. Y así seguimos, inculcando un modelo que nos convierte en enemigos a unos de otros, seamos el primero o el último. Porque competir es perder siempre.