Opinión
Mentiras y perversiones
Hace años hablaba con otros profesionales del derecho sobre nuestros distintos quehaceres y uno de los interlocutores me resumió lo que para él es un juez: «un juez es alguien al que todo el mundo quiere engañar». Objeté que quizás esa descripción fuese un tanto exagerada y que, si no todo el mundo, quizás la mitad del mundo porque hay otra mitad –la que se supone que tiene razón– que no tiene porqué mentir. Aun así no dejé de darle vueltas al pensamiento de que, incluso quien tiene razón, no evita exagerar.
Aquella idea siempre me ha rondado y no es que me generase un espíritu de desconfianza, pero sí crítico. Quizás haya acentuado mi deformación profesional como juez que no consiste en ver la vida con anteojos legalistas, sino más bien no aventurar un parecer hasta que no se tienen todos los datos o al menos los suficientes, y una vez contrastados y valorados, llegar a una conclusión, deducir que hay de creíble en lo que se dice.
Pero es cierto, al juez se le quiere mentir y mucho, sin embargo en las estadísticas sobre criminalidad el falso testimonio no está a la cabeza del ranking delictual. Desde luego que causas por falso testimonio, haberlas las hay, más de lo que se cree, pero condenas, pocas. Quizás por eso sea una buena noticia que, al cabo de los años, al tal Cuco y a su querida madre se les ha procesado por su posible falso testimonio por sus declaraciones en el caso de Marta del Castillo.
De todas maneras la ley es sabia, incluso comprensiva y no exige siempre sinceridad: el acusado puede mentir y en los procesos civiles ya se enterró la confesión de las partes bajo juramento. A quien tiene que defenderse no se le pedirán cuentas sobre la verdad de lo que diga, ni que jure o prometa, quedando su declaración a la valoración del juez. Pero esa comprensión se debilita con aquel que pretexta desconocer que sus tropelías son delito o, simplemente, una ilegalidad. Esa suerte abobamiento no deja de ser una modalidad de mentira, pero no se admite: la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, dice nuestro Código Civil. Pero aun en esos casos la ley es una madraza, atenta a las miserias humanas y, por ejemplo, la ignorancia sobre lo delictivo de un comportamiento no eximirá de responsabilidad, pero puede rebajar la intensidad del castigo, lo que deja a la prudencia judicial.
Ahora bien, con lo que ni la ley ni los tribunales tragan es con la perversión intelectual de quien no es que pretexte ignorancia, es que sostiene que su conducta, para él, no es delito. Pese a todo hay cierto espacio para la comprensión, especialmente en aquellos ámbitos regulados por un ordenamiento selvático, lo que invita a que quien se aventura por tales bosques crea que anda por la trocha adecuada, que su comportamiento es legal o, todo lo más, que crea que de haber algo censurable lo será administrativa pero no penalmente. Aun así y con todo hay que presumir que sabe donde pisa quien se adentra por tales selvas regulatorias.
Pero en lo que ya no hay flexibilidad es con el que incurre en el mayor de perversión: sostener que sus fechorías no sólo son delito, sino que están justificadas bien por razones ideológicas, políticas o de simple conveniencia o, sin más, porque alardea de una conciencia moral momificada. Así durante años han desfilado por la «pecera» de la Audiencia Nacional –sala de vistas con cristales blindados– una legión de farrucos etarras alardeando de que sus crímenes lejos de serlos, eran actos patrióticos o de legítima defensa frente a un Estado represor.
Y cuando todo esto parecía ya agua pasada, oímos en el Salón de Plenos del Tribunal Supremo a quienes han sido cargos públicos pretextar que no han cometido delito alguno, porque su voluntad –descarnadamente subjetiva o parapetada tras un ficticio mandato popular– es la ley. Mala estrategia. En fin podrían meditar eso de que «No es posible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho» (Felipe VI). Creo que a eso se le denomina Estado de Derecho.
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