Opinión

El genio sin prisa

Sesenta años de torero. Cuidó vacas y cerdos en su infancia. Un día llegó y lo cambió todo. Es tan grande fuera como dentro de la plaza. El genio sin prisa. «Todo lo malo que sucede ahora, en España, en la política, en el toreo, es que la gente tiene mucha prisa». Sevilla es diferente. Creo que en los armarios de Sevilla hay más gabardinas que en los de San Sebastián o Santander. Dos gotitas de llovizna y todos los sevillanos se cubren con sus gabardinas. De gabardina fueron a Oriza, calle de San Fernando, don Francisco Romero y don Antonio Burgos. Yo los aguardaba. Caía del cielo una cosilla de agua que no llegaba ni a micción de gorrión. Al despedirme, después de una mangoleta de langostinos, llevaba Curro la gabardina como capote plegado en su brazo derecho. Y se lo cambió de brazo con tanto arte, que unos viandantes que por allí pasaban no pudieron reprimir un ¡Óle! de emoción antigua. Porque en Sevilla el acento del ¡óle! se recrea en la «o», en lugar del «olé» de Despeñaperros arriba. El «olé» en Andalucía sólo se dice, y muy repetidas veces, quizá demasiadas, en la Salve Rociera, olé, olé, olé, pero es truco para armonizar la palabra con la melodía.

El más grande torero que ha parido madre, el rondeño –así le llamaba Curro–, Antonio Ordóñez Araujo, experimentaba muy de tarde en tarde, o de noche en noche, el sesgo de la sierra. Y llamó desde Ronda a Curro: –Curro, estoy preocupado. Eres de los más grandes toreros de la Historia, pero no has matado jamás una corrida de Miura, y no vas a pasar a la posteridad–. Curro no concilió el sueño. Vuelta de almohada hacia babor, vuelta hacia estribor, y así toda la noche. Y a primeras horas de la mañana le devolvió la llamada al Rondeño. –Antonio, gracias por preocuparte, pero he decidido no pasar a la posteridad–. –De los Miura me da miedo hasta saludar a don Eduardo.

El genio sin prisa. En la calle respetado y querido como pocos. Ahora, con el latazo de las fotos de los móviles, siente agobio popular de cuando en cuando. –Lo que tienes que hacer, Curro, es colocarte una melena y unos bigotes postizos, y así nadie te da el tostón–; –¿Y cómo disimulo mis andares?–. Andares zambos, sin prisa, de paseíllo inmortalizado en el huecograbado sepia del ABC de Sevilla. «En la actualidad, yo no torearía a ningún toro de los que aparecen por el toril». Y la lógica. «Si un escritor escribe el libro que quiere escribir, y un pintor el cuadro que quiere pintar, ¿por qué un torero no tiene derecho a elegir el toro que quiere torear?».

En LA RAZÓN, cuando recibió el premio que lleva el nombre de un joven y atractivo escritor, Don Francisco «Curro» Romero olvidó en el hotel el guión de sus palabras. Y se desmelenó. Sin prisas, sin aspavientos, sin trabucarse, improvisó una disertación prodigiosa, colmada de talento, clase y sabiduría. –Mira, qué alegría. Hoy he sabido que no hablo mal en público–. En su casa de Espartinas, con los grandes Antonios, Mingote y Burgos. Y Curro que nos pregunta: –Vosotros, que os fijáis tanto en los detalles de la vida, ¿qué notáis diferente en esta casa a las del resto de los toreros?–. Como no dábamos con la diferencia, nos la aclaró. «Que no hay ninguna cabeza disecada de toro. Bastante mal lo he pasado delante de ellos para tener que soportarlos mirándome desde una pared y durante toda la vida». También Ordóñez, en su monumento en bronce junto a la Real Maestranza de Ronda, que representa al rondeño marchándose del toro con aquel empaque y tronío que Dios le dio, le dijo al alcalde cuando el monumento fue descubierto. –El toro me lo quitan, señor alcalde. No quiero que pasen los siglos con ese torazo a mis espaldas–. Y así está el rondeño en Ronda. De bronce, marchándose del aire con la muleta plegada bajo su brazo derecho.

La gente, tan inculta, el antitaurinismo, tan elemental y necio, no entiende que el toreo es un arte mayor en movimiento, y que sus grandes intérpretes son genios inabordables para los tópicos de la majadería. Son genios, genios sin prisa, genios profundos, como este don Francisco Romero de Camas que hace sesenta años tomó la alternativa en la Feria de Fallas de Valencia y siempre que pudo y quiso detuvo el curso del Guadalquivir, que desciende hacia Sanlúcar muy tranquilo, sin prisa alguna.