Opinión

La paz del Papa

Si el último parte de guerra, redactado y firmado hace 80 años, hubiera sido como el que sigue, Su Santidad el Papa ya nos habría visitado: «En el día de hoy, cautivas y desar-madas las tropas nacionales, el Ejército Rojo ha alcanzado sus últimos objetivos militares. La Guerra ha terminado. Manuel Azaña. 1 de abril de 1939».

«Visitaré España cuando haya paz». Gracias por su generosidad. Gracias por su respeto a los esfuerzos de un tiempo inolvidable durante el cual las derechas y las izquierdas olvidaron que habían combatido en una guerra civil dolorosísima. A Su Santidad le ocurre lo mismo que a Iceta, pero no lo reconoce. Que no sabe contenerse en la verborrea. En España, decenas de miles de religiosos, desde obispos a monjas de la caridad, fueron torturados y asesinados por el Frente Popular. Gracias por olvidarlo, aunque su olvido sea parcial y selectivo.

En España la paz, lo que se dice la paz, está establecida desde hace 80 años. Cuarenta años de paz en la dictadura y cuarenta años de paz en la España constitucional, monárquica y democrática. España es un ejemplar Estado de Derecho. Es razonable que Su Santidad no nos tenga excesiva simpatía. España, en su Historia y en la actualidad, ha sido infinitamente más importante para la Iglesia que Su Santidad. No necesitamos su visita, tantas veces repetida por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Sus huellas aquí permanecen y son imborrables.

Su Santidad reparte mal las sonrisas. Recibe, abraza y sonríe a Fidel y Raúl Castro, dos desalmados tiranos asesinos. Recibe, abraza y sonríe a Nicolás Maduro, el genocida venezolano. Recibe, abraza y sonríe a la ladrona –acusada en su país de impulsar el asesinato de un fiscal–, Cristina Fernández de Kirchner, la multimillonaria viuda peronista del Pingüino, matrimonio tan ladrón como populista. En cambio, recibe, no abraza y no sonríe al presidente Macri, y recibe, no abraza y le llega su mentón a los zapatos, cuando le visita el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Y aquí en España, concede una entrevista al más sesgado y anticristiano de los comunicadores, el mismo que abraza y admira a los terroristas de la ETA. Mucho me temo, Santo Padre, que sea cierto lo que Su Santidad ha reconocido, como ya hizo previamente el ponderado, culto, místico, músico y teólogo Benedicto XVI. Que el Diablo está también en el Vaticano. Pero una cosa es que esté, y otra muy diferente que le encomienden un trabajo y un cargo. No tenga duda, Santidad, de que uno de sus más allegados asesores lleva el rabo enrollado y camuflado en la parte trasera de su sotana, y sólo lo suelta y libera para su alivio cuando se encierra cada noche en sus aposentos. Busque a su consejero con rabo, y agradecerá esta humilde recomendación.

Es cierto, Santo Padre, que de cuando en cuando Vuestra Santidad se equivoca, y acierta. Su labor en pos de castigar los abusos sexuales de los malos obispos y sacerdotes, es encomiable. Encomiable y valiente. Pero en otras reacciones no se libera de la demagogia. Dice que ha llorado de dolor cuando ha visto las alambradas que separan Marruecos de las ciudades españolas de Ceuta y Melilla. Es lo único que se le ha ocurrido de España durante su viaje a una nación en paz que mantiene desde treinta años atrás una guerra permanente con los bereberes del Sáhara. Europa manda en esas fronteras. Si la Santa Sede estuviera ubicada en un enclave conflictivo, tristemente conflictivo y humanamente trágico, también la Santa Sede guardaría su territorio con alambradas. ¿Acogería el Vaticano a doscientos mil inmigrantes en su territorio, y les daría alimentación, nacionalidad y techo en la Ciudad Vaticana? Claro que resulta doloroso, pero España no es la culpable de esa situación.

España es una nación que visitan cada año 90 millones de turistas. A pesar de nuestros políticos y golpistas, el Estado de Derecho funciona, y vivimos en paz. Si no desea venir, es muy libre Su Santidad de rechazarnos. España, según el Papa Juan Pablo II «es la maravillosa tierra de María». Y de la mística, Santidad. Y de la soberanía de la Cruz en América. Pero no pretendo convencerlo. No venga, pero hágalo sin buscar falsas excusas. Y no se olvide de buscar a su consejero con rabo. Cuando lo encuentre, todo mejorará.

Con devoción y respeto.