Opinión

De otras cosas

Tanto me hastía el aburrimiento de la pre-campaña electoral en España, que me dispongo a escribir de otras cosas. He leído, con interés, la estupenda semblanza que firma el gran mirandés, Pedro García Cuartango, del príncipe Felix Yusupov en la contraportada de ABC. Yusupov, en compañía del Gran Duque Dimitri Pavlovich, asesinó a Grigori Rasputin, el extraño monje que cautivó a la emperatriz Alejandra, esposa del Zar Nicolás II, que a su vez, junto al Zar, sus hijas y el «Zarevich» fue asesinada por orden del simpático Lenin. La síntesis de Cuartango es magnífica, pero me atrevo a matizar algún dato inmerso en ella por una razón de privilegio. En el invierno de 1966, en un día tenebroso y frío, y acompañado de mi amigo Eugenio Antonio Egoscozábal, compartí en el bar del «Hotel du Palais» de Biarritz una copa con Yusupov. Egoscozábal, que ya lo conocía, vasco genial y rotundo, se resistió al principio. –Ahí está el coñazo de Yusupov, el asesino de Rasputín. Nada de sentarnos con él porque nos va a contar la batallita de Rasputín–». Eugenio era un tipo singular e inteligentísimo, pero lo de Rasputín le aburría. Su abuelo materno, Ubarrechena, el mayor accionista de la Cerrajera de Mondragón, sólo podía dormir en el tren, y sus últimos tres años los pasó viajando en el Coche-Cama de San Sebastián a Madrid y viceversa.

Yusupov hablaba un francés perfecto –idioma oficial de la Corte Rusa–, y chapurreaba un español aceptable. También hablaba en inglés y ruso, claro está. A un año de su muerte, mantenía el exotismo de sus ojos, que eran violetas. Fue un hombre guapo y elegante, que se casó con una sobrina del Zar, la Gran Duquesa Irina, a la que hizo poco caso como mujer. No era hetero ni homosexual, sino neutro, cuello frío. Diez días después de nuestro encuentro, me envió a Madrid dedicado su libro «Avant de l´exil», donde narra a su manera, siempre justificándose, el crimen del monje que cautivó a la Zarina por una casualidad. Una infusión de hierbas alivió una crisis hemofílica del «Zarevich», y la zarina se engatusó del monje.

Yusupov era inmensamente rico. Y su palacio Moina, de los más suntuosos de San Petersburgo. Pero según me relató, la cita y el crimen tuvieron lugar en un anexo del Palacio, en su pabellón de meriendas, el «Afternoon's Tea», que años más tarde conocí como restaurante con el nombre de «El Nido de los Nobles». Comprobada está la ingestión de seis pasteles envenenados con un cianuro poco efectivo. Y de los tres disparos en el pecho y vientre del monje. Pero no se refirió a puñaladas. Cuando Yusupov y Pavlovich abandonaron al asesinado en busca de unas mantas para esconder el cadáver, el cadáver había desaparecido. Cruzaba, sobre el hielo, tambaleándose, el inmenso Neva. Le disparó Pavlovich por la espalda, a treinta metros, y Rasputín reaccionó al disparo fallido con una carcajada. El pistoletazo de Yusupov fue mucho más efectivo, dando muerte al monje que quedó inerte sobre el hielo del Neva.

Rasputín tenía convencida a la emperatriz de la conveniencia de un acuerdo con Alemania. La nobleza estaba en contra de lo que definían como una humillación. Alejandra era alemana. Y por su condición de primo del Zar, Yusupov fue confinado en su finca de Kursk. Antes de la Revolución, se largó a París con sus mejores cuadros y joyas. No era un personaje interesante. De no haber sido el asesino de Rasputín, su dibujo era el de un anciano ruso tan soso como bien vestido. Eso sí, los ojos violetas, mirada blanda y movimientos suaves.

Pagó la factura Egoscozábal. De vuelta a San Sebastián, la bronca. –Te lo advertí. Siempre cuenta lo mismo, y es un gorrón–. Creo que completo con estos matices el formidable resumen de Pedro García Cuartango. Yo tenía 17 años. Y a los 17 años merece la pena conocer al asesino de Rasputin, aunque le saliera la broma a un amigo por un ojo de la cara.

Cumplido el trámite. De otras cosas.