Opinión

Jardines con laberinto

A medida que lentamente nos vamos civilizando, va estableciéndose entre nuestros políticos un tipo de relación que recuerda a la llamada disciplina inglesa con sus bondages y sus dominatrices. A pesar de los fustazos que intercambiaron lunes y martes entre ellos, no creo que ninguno consiguiera absorber de una manera significativa el voto del cuarenta por cien de indecisos. Con diversos cara-a-cara quizá habría sido diferente, pero los enfrentamientos a varias bandas solo aumentan el ruido y malinterpretan las telegráficas afirmaciones de los candidatos.

La remota posibilidad de que cualquiera de ellos pueda entrar en trance ante las cámaras y caer retorciéndose por el suelo, rasgándose las vestiduras mientras confiesa sus maniobras más oscuras es emocionante pero, para nuestra suerte o desgracia, ese espectáculo no se da.

Júzguenme tiernamente si digo que, a pesar de ello, me alegro de que hayan debates. No uno, sino varios. Pero no por la ingenuidad habitual de felicitarme por la deliberación, el triunfo de la palabra, la contienda intelectual y todos esos estereotipos que tarde o temprano arrastramos los demócratas. Sino por la maligna posibilidad de que, en una época de consignas previsibles, nuestros políticos se metan de cabeza en uno de esos charcos o laberintos en los que son tan dados a empantanarse. Lo que me parece injusto y condescendiente es que llamen «indecisos» a los votantes que están a la expectativa. Percibo que los connotan un poco, de una manera displicente, como gente que no sabe lo que quiere.

Sería más respetuoso llamarlos «votantes no fidelizados a la espera de ulteriores informaciones». La venganza de toda esta masa de españoles escépticos por el hecho de ser tratados con tan poco respeto (y, por favor, que no venga ahora el señor Salellas a preguntarse mirando al cielo qué es «masa») consistirá en sentarse a ver quién es el primero de los candidatos que se lía con algún jardín dialéctico o ideológico. Luego, tras disfrutar viendo como los protagonistas sudan sus explicaciones, el público asentirá y seguirá callado. Y es que no hay nada que remarque más la pequeña porción de autoridad conseguida que el silencio.