Opinión
No es una mala noticia un Europarlamento más fragmentado
Las urnas han hablado en el Viejo
Continente y han modificado el paisaje del Parlamento Europeo. El aumento de la
fragmentación y la volatilidad de las políticas nacionales han jugado un papel
decisivo, terminando con el bipartidismo imperante desde hace lustros.
La primera consecuencia visible
de las elecciones europeas es el fuerte retroceso de los dos grupos hegemónicos
en la Eurocámara. El Partido Popular Europeo (PPE) sigue siendo el más votado
pero ha perdido 42 escaños hasta llegar a los 179, mientras que el grupo de
Socialistas y Demócratas (S&D) lo hizo en 41 diputados, situándose en los 150
representantes transnacionales. Eso implica inevitablemente el fin del
turnismo, una práctica que vivió España a finales del siglo XIX y comienzos del
XX. Hasta ahora miembros del PPE o del S&D se alternaban en la Presidencia
pues juntos sumaban más del 50% de la fuerza del poder legislativo. Eso ha
terminado y pone punto final al bipartidismo.
Han crecido de forma importante
otras fuerzas proeuropeas pero también han experimentado esa tendencia grupos abiertamente
antieuropeos. Entre las primeras podemos destacar a los Verdes y los Liberal
Demócratas que han pescado en los caladeros de la izquierda y la derecha,
respectivamente. En el otro lado del diapasón, han subido con fuerza los nacionalistas,
los euroescépticos y los eurófobos. Por ejemplo, el partido de extrema derecha
francés de Marine Le Pen, Reagrupamiento
Nacional, ha superado en sufragios y escaños a Renacimiento, la lista centrista
del presidente Emmanuel Macron, lo que debilita el resto de su mandato. Y en
Italia, la Liga de Matteo Salvini, firme partidario de recuperar soberanía
nacional, ha obtenido un incontestable triunfo que refuerza su liderazgo.
En otras palabras, los partidos
grandes menguaron y los pequeños subieron.
Por fortuna, se conjuró el
peligro de que el grupo de Salvini y otros aliados tuviera tantos apoyos en
Bruselas/Estrasburgo para poder imponer un bloqueo parlamentario de
consecuencias nefastas. Se ha puesto dique a la marea populista, pero las olas
siguen siendo fuertes y amenazadoras.
El fin de la Gran Coalición entre
PPE y S&D supone un cambio drástico de las reglas pues acabarán las
mayorías abrumadoras que aprobaban leyes europeas que a fin de cuentas terminan
insertadas en el ordenamiento jurídico español, no lo olvidemos. Esto va a
complicar significativamente la toma de decisiones en cuestiones tan relevantes
como la aprobación del próximo presupuesto, el control de las fronteras o el
medio ambiente. También dificultará la renovación de los nuevos altos cargos
europeos, y más concretamente de tres: el presidente de la Comisión Europea, el
presidente del Consejo Europeo y el alto representante para Asuntos Exteriores
y Política de Seguridad. Todo necesitará más consenso y discusión.
Las razones de este nuevo
panorama político no sólo radican en el avance de los populismos sino también
en las profundas transformaciones que han ocurrido dentro y fuera de la Unión
Europea en estos últimos cinco años. El club comunitario ha sufrido los duros embates
del Brexit y de una crisis de inmigrantes sin precedentes. Ambas circunstancias
inesperadas han agravado la crisis de identidad que esta entidad atraviesa
desde hace tiempo.
Como señalan Agata
Gostyńska-Jakubowska y Leonard Schuette, del think tank Centro para la Reforma
Europea (CER), un Parlamento Europeo más fragmentado “puede ser un impulso para
la democracia europea. Una mayor competencia política puede incrementar el interés
público por las elecciones al Parlamento Europeo, lo que sería un desarrollo
saludable para la Unión”.
Europa quizás necesitaba un revulsivo
como éste para salir de la tenaza de la tecnocracia imperante, para acometer
con eficacia los tremendos desafíos que le esperan en este siglo. No se trata
sólo de una reforma interna como sueña Macron sino también de las futuras
relaciones con otros actores internacionales de primera categoría como Estados
Unidos, China o Rusia. Está en juego no sólo la eurozona o el mercado único
sino la forma de vida europea basada en unos principios políticos y sociales muy
concretos que han mantenido cohesionado al continente. La Unión es una entidad
de cooperación internacional con un historial exitoso y no debería caer en la irrelevancia
global.
Por fortuna, hay claras señales positivas. Después de 40 años de creciente apatía por las elecciones europeas, 2019 ha sido finalmente un año de aumento del interés ciudadano. La cifra alcanzó el 50,5% para 27 de los 28 Estados miembros, exceptuado el Reino Unido. Hace un lustro llegó solamente al 43%. Esta participación es la más alta desde hace 20 años y supone el mayor aumento significativo desde que empezaron a celebrarse los comicios allá por 1979. Es un excelente síntoma que fortalece la representatividad y legitimidad de la Eurocámara, necesitada de confianza. Además, parece demostrar que muchos ciudadanos consideran que las instituciones europeas ya forman parte de su realidad cotidiana y se preocupan por su futuro. Pero, ¿a qué se ha debido este repentino interés? Ciertos politólogos lo vinculan al “éxito” del sistema ‘Spitzenkandidaten’ (“candidatos líderes” en alemán), introducido por el Parlamento Europeo para limitar los poderes de los líderes nacionales a la hora de elegir al presidente de la Comisión. Pero también influyeron otros temas relevantes como el cambio climático, la crisis migratoria de 2015 o el avance de los partidos populistas contra la “elite de Bruselas”. Lo esencial es que los políticos y los funcionarios aprovechen esta predisposición favorable y planteen nuevas fórmulas más integradoras y europeístas como las listas de candidatos transnacionales.