Opinión
El platito de Paloma
Otro de mis objetos favoritos me lo regaló una alumna a la que conocí hace 20 años en un taller de teatro para personas sin hogar. Paloma era y es una belleza. Morena de ojos y pelo negros, facciones suaves y cuerpo esbelto. Nació en alta cuna, fue a uno de los mejores colegios de Madrid y, desde muy pequeña, amó la poesía y el teatro.
Paloma, sin embargo, pertenece a la generación del caballo, esa droga letal que, sin saber verdaderamente qué era, nuestra juventud se pinchaba en vena. Murieron muchos: mi primer novio, la mitad de mi pandilla, varios compañeros de mi escuela de interpretación... Otros, como Paloma, sobrevivieron gracias a su fortaleza y a la de su madre, pintora excelente que cuando yo le hablaba de su hija se derretía. Sí, me decía, mi niña es maravillosa y buena, yo la admiro mucho. Yo también, porque Paloma es una de las mejores actrices que he conocido. Comprometida, profunda, sincera, expresiva. Con ella de protagonista hemos montado, en la oenegé «Caídos del cielo» varias obras en teatros profesionales. Y Paloma tiene esa magia que hace que cuando está en el escenario solo la mires a ella. Paloma, y repito su nombre con emoción, es una artista total a la que la inconsciencia descalabró. Su rostro con oscuras huellas tampoco le permitió entrar en espacios protegidos. Pero sigue ahí y vuela y se la ama. Un día llegó a clase con un regalo, era un platito de color verde claro pintado con corazones verde oscuro. Encima, una torrija cocinada por ella. Y ese platito sigue a mi lado, sobreviviente, diferente, bellísimo como Paloma. Resguardado en mi alacena y mi corazón.
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