Opinión

El cuchillo de plata

No soy una persona apegada a los objetos. Al contrario, creo que es mejor guardar poco. Al igual que nos vamos desprendiendo de las lacras que dejan las malas experiencias, hay que desprenderse de los objetos que son pasado, que ocupan lugar pero no dan alegría. Ya tampoco guardo los libros, a no ser que alguno se convierta en algo realmente especial. En ese caso tampoco lo archivo en la librería, lo dejó ahí cerca de la mesilla de noche. La inmensa mayoría, una vez leídos, van al arcón de la entrada para que mi gente, cuando viene a casa, se los lleven si les apetece. Me encanta intercambiar, también regalar ropa, utensilios, chorradas... todo lo que ya perdió sentido para mí y puede tenerlo para otro. Sí, como saben, tengo algunos objetos favoritos. Pocos y sin valor crematístico: el rosario de olor infinito a madre o el platito verde que me regaló Paloma, la vieja almohada. También el cuchillo de plata. El cuchillo tiene exactamente mi edad y lo rescaté de la casa materna cuando ella murió. Cuando nacíamos mis padres nos compraban a cada hijo unos cubiertos de plata. Era uno de esos rituales con sentido que tenían los padres de antes sin muchos medios. Unos cubiertos muy rococós con nuestro nombre grabado en hermosa letra cursiva. Solo tengo el cuchillo, que es pequeño y no corta. Que no hace sangre ni asusta. Un cuchillito de plata que solo sirve para untar la mantequilla en las tostadas, pero que cuando meto la mano en el cajón de los cubiertos y lo tomo al azar para el desayuno, me provoca un extraño contento. Mi cuchillito de nacer, siempre ahí. Hasta después de mí.