Opinión

Mis agostos

Desde que tuve a mi hijo, y después a su perra también, pasé de ser una escritora vocacional a ser una escritora vacacional. Me es imposible escribir obras de teatro con la jarana cotidiana de fuera y de dentro de casa. Llega septiembre y vuelven los mails, los proyectos, los estrenos, los ensayos, los talleres, los artículos... Llega la vida escénica, que ciertamente amo. Pero también llega la burocracia, que detesto cordialmente. Quizá, y no exagero, le dedique un par de horas diarias a ser la secretaria de Paloma Pedrero. Un trabajo que me deja exhausta. Ahora, a través de las redes, algunas compañías o actores o directoras o estudiosos, incluso los amigos de alguien que quiere algo tuyo, te escriben y piden. Obras, por ejemplo. Yo afortunadamente las tengo casi todas publicadas. Pero algunos me las reclaman por correo electrónico porque les resulta más cómodo o más económico. A muchos se las envío. A pesar de mi agonía para buscar textos en el ordenador desordenado, lo hago. La empatía compulsiva que tenemos los del teatro. Tampoco he conseguido todavía que mis animalitos, el humano incluido, entiendan lo que es la concentración artística. Mi hijo llama a la puerta, mí perra aguanta tres horas a mis pies, después me pide calle o pelota. No hay manera. Así que entre la jarana social y la casera, mi literatura habitual se reduce a un máximo de quinientas palabras. En agosto, por fin, se van todos de vacaciones. Y yo, como buena autónoma, me quedó encerrada en mi estudio escribiendo teatro. Este agosto ha sido divino. Me he vuelto a reconocer en la inspiración. Y no tengo que volver al cole. Porque aquí sigo, a su disposición.