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Opinión

La sombra de los Fujimori es muy alargada

La familia Fujimori sigue

moviendo muchos hilos del poder en Perú. La combativa Keiko, hija

del expresidente Alberto Fujimori, controla desde la cárcel las

decisiones de su partido, Fuerza Popular, que posee la mayoría en el

Congreso peruano.

Keiko Fujimori lleva casi

12 meses en prisión preventiva por su presunta implicación en

delitos de corrupción asociados al caso Odebrecht, un escándalo

surgido en Brasil y que ya se llevó por delante la carrera del

presidente Pedro Pablo Kuczynski, forzado a dimitir en marzo de 2018.

A Keiko, de 44 años, la acusan de haber sobornado o presionado a

varios testigos convocados a un proceso judicial que se ha extendido

como una mancha de aceite por varios Estados latinoamericanos.

La líder de la oposición

peruana encabeza un clan político-familiar muy ambicioso, muy

apegado al poder, que surgió con la aparición de la fuerte figura

de Alberto Fujimori hace ya tres décadas. Su padre, de 81 años, fue

condenado en 2009 a 25 años de cárcel por la muerte y el secuestro

de decenas de personas durante su largo mandato presidencial

(1990-2000). Keiko y el partido fujimorista saben perfectamente que

están perdiendo la confianza de los ciudadanos, ganada a pulso en

los comicios generales de 2016, y se han lanzado a una lucha sin

cuartel contra el presidente de la República, Martín Vizcarra.

Vizcarra llegó hasta esa

responsabilidad política por casualidad. Kuczynski había vencido en

junio de 2016 a Keiko en la segunda vuelta de la carrera presidencial

por apenas 40.000 votos de diferencia, pero tuvo que dimitir hace 18

meses salpicado por el caso Odebrecht. Vizcarra asumió la Jefatura

del Estado pues era su primer vicepresidente.

El nuevo jefe del Estado

propuso hace un año a la Cámara una serie de reformas políticas y

judiciales, pero siempre se encontró con la abierta hostilidad de la

bancada dirigida por Keiko Fujimori. El pasado lunes 30 de

septiembre, el presidente presentó a los diputados una moción de

confianza para poder modificar, mediante un proyecto de ley orgánica,

la manera de elegir a los jueces del Tribunal Constitucional, una

prerrogativa exclusiva del Congreso. Vizcarra argumentó que la forma

de elección de esta curia tenía muchos vicios. El Tribunal

Constitucional es la más alta instancia de la Judicatura peruana. Es

la corte que debe decidir si se pone o no en libertad a Keiko tras la

interposición de un recurso de habeas corpus. Este órgano judicial

ya dejó en libertad, en abril de 2018, al expresidente Ollanta

Humala, entonces en prisión preventiva bajo la acusación de lavado

de dinero, también dentro del caso Odebrecht. Ollanta sigue siendo

investigado por la Justicia de su país.

Antes de debatir la

moción de confianza, los diputados peruanos nombraron un nuevo

magistrado del Tribunal Constitucional. Vizcarra interpretó que esa

decisión suponía un no a su Gobierno y disolvió el Congreso,

convocando elecciones parlamentarias en un plazo máximo de cuatro

meses.

Los fujimoristas,

mayoritarios en el hemiciclo, respondieron con contundencia y

calificaron la decisión de “golpe de Estado”. Presentaron y

aprobaron una “moción de vacancia” o de destitución para

incapacitar temporalmente por un año al presidente, tildando su

conducta de “inmoral” y degradante para la dignidad del cargo.

Acto seguido, el Congreso

nombró “presidenta encargada en funciones” a la segunda

vicepresidenta, Mercedes Aráoz, y esta juró en medio de una tensa

sesión parlamentaria. Pero apenas transcurridas 24 horas, Aráoz

cambió de idea y difundió por Twitter una carta enviada al

presidente del Parlamento, Pedro Olaechea, donde renunciaba “de

forma irrevocable” a todos sus cargos, alegando que se había roto

“el orden constitucional en el Perú”.

El embrollo es mayúsculo.

La súbita dimisión de Aráoz complica aún más un enredo inédito

en la historia de Perú. Su decisión puede que no tenga validez

jurídica porque algunos expertos constitucionalistas peruanos

consultados sostienen que su renuncia debía haber sido presentada

ante el pleno del Legislativo, ahora disuelto, aunque otros

especialistas estiman que ese extremo no está recogido en el

articulado de la Ley de leyes y no es, por tanto, vinculante. La

Comisión Permanente (órgano legislativo que actúa cuando está

disuelto el Congreso) tomó nota de su misiva, pero no adoptó

ninguna decisión firme, pues todo ha quedado pendiente de lo que

decidan los magistrados de la más alta judicatura del país andino.

Por fortuna, Vizcarra

recibió el apoyo fundamental de las fuerzas militares y policiales.

En un comunicado conjunto emitido el mismo día 30, las Fuerzas

Armadas, el Ejército, la Marina de Guerra y la Fuerza Aérea se

pusieron de su lado como comandante en jefe, zanjando así de plano

la temible posibilidad de que la crisis de legitimidad se

transformara en un conflicto violento, algo que desgraciadamente ya

ha vivido Perú en su historia. No obstante, las redes sociales

difundieron información falsa como la de que el Comando del Ejército

había dispuesto la movilización del personal activo y en la

reserva.

El

grave enfrentamiento saltó pronto las fronteras nacionales. El

conflicto entre las dos ramas del poder peruano forzó la inmediata

intervención de la Organización de Estados Americanos (OEA), quien

en un comunicado de urgencia pidió que la legalidad de la medida

adoptada por Vizcarra de disolver la Cámara fuera dirimida por el

Tribunal Constitucional. Esa pronta reacción de la OEA convenció a

Aráoz y frenó la eventualidad de la creación de una Administración

paralela. Al menos durante unas horas, Perú tuvo dos presidentes

simultáneos.

El propio Vizcarra,

mientras tanto, intentaba recuperar el pulso de la normalidad. El

mismo día 30, una jornada verdaderamente frenética, tomaba

juramento en el Palacio de Gobierno al exministro de Justicia Vicente

Zeballos en calidad de primer ministro y se disponía a conformar los

nombres del nuevo Ejecutivo como consecuencia del fracaso de la

moción de confianza.

Sin embargo, la pugna,

fruto de la dudosa interpretación que cada bando ha hecho de la

Constitución, aún no ha concluido. Resta por aguardar cuánto

tiempo más se proyectará sobre Perú la larga sombra de la familia

Fujimori.