Opinión
Volando en zig zag
Cuando me meto en un avión solo tengo conciencia de que es el medio de transporte más rápido. Mi sobrino, ingeniero aeronáutico él, ha intentado explicarme cuestiones de física acerca del vuelo de los aviones, pero como desde siempre tengo un grave problema de atención, además de dislexia, me pongo a pensar en otra cosa, eso sí, con cara de estar muy interesada en sus disertaciones. Cuando para de hablar expreso con entusiasmo «divinamente, divinamente», como si me hubiera enterado de todo, pero la realidad es que me importa un bledo y esto forma parte de la multitud de cosas que también me importan un bledo. Ahora acabo de enterarme de que los aviones vuelan en zigzag y según explicaciones del experto, o sea, mi sobrino, se trata de un sistema de modernización de la automatización en ruta, que detecta conflictos futuros y, en base a eso, se le pide al tráfico aéreo que acelere, o disminuya la velocidad, o se desvíe para reducir aún más la rapidez y los aviones lleguen a los puntos de referencia en los tiempos acordados. Todo esto sobre poco más o menos y después de un gran esfuerzo por atender a su explicación. El caso es que ahora la cosa va a cambiar y se está acordando implementar un cielo único europeo para reducir emisiones de gases efecto invernadero que, además, conllevaría desplazamientos más baratos, eficientes y sostenibles, ya que ahorraría millones de emisiones de toneladas de CO2. La clave está en apostar por rutas aéreas más directas que las actuales. Me pregunto si los nacionalistas estarían de acuerdo con ese cielo aéreo único europeo, ahora que están convirtiéndose en mandamases absolutos al tener agarrado a Sánchez por la entrepierna y apretando sañudamente, a cambio de pactar su investidura. Vamos, que se han convertido en los amos de la pista.
Pero ahorrémonos la náusea que nos produce este asunto, el incierto futuro que se nos plantea con el destierro de Felipe VI, la llegada de la república y el desgajamiento de España, porque ninguna de esas atrocidades va a provocar en muchos el deseo de autoexilio. A mí no me echan de mi Madrid, por muchos chepas y falsos doctores que nos gobiernen.
El otro tema que quiero comentar es el de los apestosos y lacrimógenos anuncios de la lotería de Navidad. Cómo se echa de menos al calvo, que era un tipo con charme, modelo Oscar de la Renta, que ahuyentaba el fantasma de la emoción. ¡Qué envidia de los británicos, hueros de sentimientos a flor de piel y de expresiones de efusión! Es el matiz fundamental que existe entre la Reina de Inglaterra e Isabel Pantoja. Pero en fin, somos como somos y ese folklorismo de charanga y pandereta del que hablaba Machado, lo llevamos impreso en el ADN los españoles, si bien es cierto también que unos más que otros.
Me consuela que el calvo vuelve por Navidad anunciando Rodolfo langostino, que es un poco ordinario pero seguro que él le da un toque de distinción a tan vulgar producto. Para mí que le iba mejor Ferrero Rocher, aunque son unos bombones cursis allá donde los haya. Yo soy más de cortados Trapa, desde que era una golosísima niña pequeña. Con la edad hasta eso se me ha quitado. Ya ni pruebo el turrón, cuando antes, en la infancia, lo desayunaba mojado en el colacao. Con los años desaparecen unas apetencias pero salen a relucir otras quizá más adultas y atractivas, aunque mucha gente ni madura ni evoluciona y se estanca en el turrón.
En fin, me voy de «Black Friday» volando en zigzag de una tienda a otra, que las compras empapan todas nuestras frustraciones. Mucho más que el chocolate.
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