Pedro Sánchez

Sánchez firma letras que no puede pagar

No parece que unos nacionalismos excluyentes como el catalán y el vasco vean colmadas sus expectativas participando en pie de igualdad en un foro en el Senado con el resto de las comunidades autónomas.

Dado que la ronda de conversaciones telefónicas con los presidentes autonómicos de Pedro Sánchez no tenía otra virtualidad que la de blanquear su llamada al presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, no es cuestión de entrar analizar contenidos y pormenores, por cuanto el candidato socialista se ha limitado a halagar los oídos de sus interlocutores, firmando letras que, por supuesto, no puede pagar. Pero así como carecen de mayor importancia sus promesas de llevar a cabo una reforma de la financiación autonómica, que siempre vendría limitada por el compromiso de estabilidad presupuestaria firmado con Bruselas, sí sería muy preocupante, como ha dado a entender Torra, que hubiera aceptado un marco negociador con los separatistas que escape al marco constitucional.

Y, aquí, de primeras, nos encontramos con la grave contradicción entre lo que Sánchez ha dicho a los presidentes no nacionalistas, como el castellano-manchego Emiliano García-Page, de que cualquier negociación de investidura estará dentro de las normas que marca la Constitución, y la versión que ha dado Torra de los términos de su conversación, en la que el presidente del Gobierno en funciones no sólo habría admitido la existencia de un conflicto político con Cataluña, que no es tal, sino que se habría mostrado abierto a un diálogo con el derecho a decidir, el proceso de autodeterminación y la liberación de los políticos catalanes condenados por sedición como telón de fondo.

Si, como decíamos al principio, se trata de decir a cada uno lo que quiere escuchar, no estamos más que ante una táctica política habitual, por más que sea de patas cortas. Pero si Pedro Sánchez pretende abrir una negociación con los nacionalistas en esos términos, imposibles para cualquier presidente de Gobierno de España, puede llegar a comprometer seriamente la estabilidad política y social de la Nación. En realidad, es una forma de jugar con las expectativas de los demás que puede ser eficaz en lo inmediato, pero que condenaría al, todavía hipotético, gobierno social-comunista a una vida corta.

Porque no parece, precisamente, que unos nacionalismos excluyentes e identitarios como el catalán y el vasco vean colmados sus deseos participando en pie de igualdad en un foro en el Senado con el resto de las comunidades autónomas, como ha planteado Pedro Sánchez. O dicho de otra forma, es probable que el candidato socialista consiga reunir los apoyos necesarios para su investidura, una vez que ha cumplido la primera demanda de ERC de reanudar la interlocución con la Generalitat de Cataluña, que implica hacerlo con el partido del fugado Carles Puigdemont, y que se ha asegurado los votos del PNV –partido con una reciente condena por corrupción que no levanta el menor escrúpulo en el líder del PSOE–, pero es mucho más difícil que los nacionalistas catalanes se avengan a aprobarle los Presupuesto Generales sin obtener unas contrapartidas que, simplemente, Sánchez no podrá acordar.

Lo que, como en un bucle melancólico, nos lleva a la única opción razonable para los intereses generales y el futuro de España que es la búsqueda de un gran acuerdo con los partidos del centro derecha que, necesariamente, pasaría, como le ha señalado el presidente gallego, Alberto Núñez Feijóo, por renunciar a su pacto de gobierno de coalición con Podemos e Izquierda Unida. Con la ventaja añadida para el PSOE, de que sus votantes –y el resto de los españoles, claro– no tendrán que pasar la vergüenza de contemplar a unos dirigentes socialistas contemporizando con los herederos del terrorismo etarra, que tantas vidas se cobró entre los compañeros vascos del partido, y actuando de cómplices necesarios en el blanqueamiento de Bildu, como, tristemente, ha ocurrido ya en Navarra.