Opinión

La lombarda y la familia

Eugenio D’Ors fue un intelectual con tanto talento como cinismo, a quien admiraban los jóvenes escritores y periodistas de la postguerra española. En los tiempos en que los cafés literarios estaban frecuentados diariamente por todos aquellos muertos de hambre que mal vivían de la pluma, don Eugenio se mofaba cariñosamente de algunos diciendo frases como «ya que mi posición me lo permite tomaré un taxi, y ustedes…¡vade retro por el metro!» Era un tipo, ya digo, mordaz y sarcástico a quien un día un profesor de la universidad de Salamanca, donde había sido requerido para dar una conferencia, le invitó con todo respeto «a un cocido en familia», a lo que D’Ors contestó «¡ah no, mi dilecto amigo!, ha nombrado las dos cosas que más desprecio: el cocido y la familia». Y esta frase me ha venido a la mente en estos días en que la familia tiene bastante protagonismo y la lombarda también, a propósito del título de estas líneas. La familia, en pequeñas dosis es tolerable, pero con intensidad llega a producir hastío. Lo mismo que la lombarda, que en todo el año no figura en el menú de ninguna casa, pero que en Navidad cobra una presencia inusitada. Esa col morada que lo único que produce son digestiones penosas y efectos indeseados. Es lo que tienen los tiempos de Papá Noel y Reyes Magos, que los deseamos con fervor y al final ansiamos que pasen de una vez para sobrevivirlos de la mejor manera posible.
No sé por qué siempre tenemos la esperanza de que el nuevo año nos traiga el cumplimiento de nuestros sueños frustrados, aunque esto nunca suceda. Algunos los guardamos en el armario, con nuestra ropa, por ver si a fuerza de elegir una camisa o una falda los sacamos a ventilar también y se hacen realidad; esos sueños banales que cada uno tenemos, en los que creemos ciegamente aunque la realidad nos demuestre que esto nunca va a suceder, ya que la vida seguirá dividiéndose entre lo horrible y lo miserable. No obstante debemos guardar siempre algo de locura para la menopausia, que es un momento de la vida en que todo se disculpa por aquello del ir y venir de las hormonas. También pretextamos no ser robots cuando lloramos con las películas, con las canciones y hasta con los anuncios de la tele, pero eso no es más que un síntoma palmario de que estamos vivos y que todavía tenemos capacidad de sentir. Cuando se acaba el año me pongo tonta y finjo que es el brillo del sol el que hace aflorar las lágrimas a mis ojos, pero es mentira porque sólo es la gente la que nos hace llorar. No es posible que alguien planche las arrugas de nuestro cerebro ni las de nuestro rostro. Sabemos qué historia hay tras cada una de ellas y aunque muchos dicen que son el resultado del tiempo vivido no deja de ser más cierto que lo son de los momentos en que hemos sufrido y también de las añoranzas de otras etapas que sí fueron plenas y hasta felices.
Esto no nos impide odiar las morriñas que desterramos de nuestras cabezas para dar paso al veinte veinte, que mola como cifra, y verlas venir como aquel que va en un barco, teniendo solo el cielo y el mar en la proa pero que de repente divisa una línea en el horizonte que le anticipa la llegada a tierra, la llegada a puerto. Les deseo a todos una magnífica llegada a puerto a lo largo del año que va a nacer y que a cada uno nos llegue lo merecido. Tanto lo bueno como lo malo. ¡Feliz Año!