Opinión
Normal
No sé a qué oscuro y burócrata cráneo privilegiado se le ha ocurrido eso de la «nueva normalidad». Tal expresión es un engrudo contradictorio en los términos. Porque, o es nueva, o es normalidad. Las dos cosas no pueden ir juntas. Lo nuevo es algo que acaba de aparecer, de formarse o fabricarse. La normalidad es lo corriente, ajustado a la norma, lo que ya sucede o ha sucedido por costumbre (algo que parece poco compatible con lo que acaba de aparecer). Lo correcto sería «el fin de la normalidad». Pero los poderosos usan el lenguaje como vaselina para hacernos tragar ruedas de molino que, claro, siempre se atragantan. Porque son malos tragos. Lo que deberían habernos impuesto, si el cráneo privilegiado al que se le ocurrió la idea tuviera una pizca de decencia en sus intenciones, es algo muy distinto: «las nuevas normas». Porque eso es a lo que deberemos enfrentarnos a partir de ahora: a normas nuevas. Más normas. No a una nueva normalidad u otras gaitas filológica o filosóficamente imposibles. A más normas, de obligatorio cumplimiento. Normas que –nos dirán las autoridades… ¿competentes?– están grabadas a fuego mediante dolorosas multas en las tablas de las incontables leyes posmodernas «pensando en vuestro bien». Y lo curioso de esto será que la descomunal y crecida mayoría ciudadana, dará por buena la explicación. Se la zampará con la facilidad y el gusto con que ingiere un café mañanero. Con la palabra «normalidad» ocultan el concepto «norma», un garrotazo que disimulan al usar «normalidad». El cráneo privilegiado que se inventó la expresión sabe que «normalidad» gusta mucho. Es entrañable, remite a la costumbre, a una tranquilidad (que hemos perdido sin remedio durante tres meses, y los que vengan…). El lenguaje amable es una cortina, no de humo, sino de acero. Un telón de acero para esconder lo terrible, los cambios no deseados, la inseguridad, la opresión, el miedo. Muchas dudas existenciales surgen al oír a tanta gente –que presume y se presume preclara–, repetir lo de la «nueva normalidad» sin sonrojarse o dudar, comprando la mercancía averiada de una propaganda que jamás conseguirá tapar la pobreza –lo único que hemos «ganado»–, las ignominias, el dolor y las pérdidas sufridas. Y las que nos quedan. Que ni serán nuevas ni normales.
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