Opinión

Enterradlos

Durante estos meses pasados de confinamiento, la pandemia mataba a centenares, casi mil, diariamente. En los primeros días, las televisiones se lanzaron a recoger las imágenes del dolor y el duelo hasta convertir sus emisiones en una macabra lista necrológica que vertía enfermedad y sufrimiento sobre todas las conciencias como lluvia sucia, furiosa. Pero, de la noche a la mañana, todo cambió. Desaparecieron por arte de magia los minuciosos detalles fúnebres, dolientes, mortuorios, y todo se convirtió en una especie de tómbola de luz y de color, con personas súper solidarias que se mandaban besitos y aplaudían desde los balcones, cocinaban pasteles y abrazaban a los niños (¡qué bien se han portado los pequeños durante este tiempo espeluznante!)… Debe ser por eso, porque estábamos todos pendientes de cada detalle de la nueva irrealidad que se nos ordenó construir. Porque estábamos absortos en los aplausos y en señalar desde las ventanas a los héroes, o a los traidores que salían a pasear más de la cuenta. Quizás sea porque muchos canallas depravados andaban ocupados adoptando perros por tener una excusa para salir, criaturas que, una vez que el encierro acabó, abandonaron de nuevo, sin un titubeo. Tal vez estábamos ensimismados, intentando memorizar las nuevas normas que se nos mandaron profesar igual que el Credo de una religión recién nacida, basada en la mentira, en la trampa y en la estupidez… El caso es que los ancianos morían por centenares cada día, pero nadie llevaba la cuenta de sus muertes (salvo la Seguridad Social). Nadie anotó cuántos eran, cómo se llamaban, cuál fue la hora, y lugar, de su fallecimiento. Los contadores estaban ocupados cronometrando tiempos de cocción de pasteles caseros. La hora de los aplausos. De los discursos oficiales. Así que ni siquiera sabemos cuántos han fallecido. Pero cada familia conoce a los suyos. A los que ha perdido. Muchos, ni siquiera han logrado recuperar las cenizas de sus seres queridos: las han «extraviado» en funerarias y cementerios (sobrepasados por circunstancias terribles). Son cenizas que se ha llevado el viento de la incompetencia, del interés propagandístico oficial, de la vergüenza social. Comenzamos a conquistar la dignidad de ser humanos cuando empezamos a enterrar a nuestros muertos, devolviéndolos a la tierra, hace miles de años. Hasta hoy, cuando solo triunfan la indignidad, las exhumaciones.