Casa Real

Las España autolítica

Lo que hoy traigo es algo que me abre las carnes de verdad, como supongo que a muchos españoles e incluso a otros habitantes del planeta Tierra, y es una visión del yermo paraje que nos arroja el desapego a corto plazo. Eso y luego el sadismo y la insensibilidad de una sociedad manipulable, desagradecida y autolítica hasta la barbarie. Quienes me conocen, saben que no soy disparatadamente monárquica, aunque no he venido aquí a hablar de mí; tampoco quiero poner en tela de juicio lo que hacen nuestras instituciones de cintura para abajo porque sería de un gazmoño repelente, pero sobre todo una horterada.

Haga cada cual el manejo que quiera, y que pueda, de sus calzones pero llevamos semanas asistiendo a un juicio sensacionalista del rey Juan Carlos (el emérito) donde solo existe la acusación de una bellísima señora un poco chantajista y muy enojada y un policía corrupto sin rastro de rigor jurídico ni periodístico; y todo sin pasar por lo que debería ser la base de nuestro ordenamiento jurídico, la Presunción de Inocencia, una garantía consagrada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero de la que por la gracia de ese antiestético desapego manifiesto, en esta tierra de fariseos carecemos.

En cambio, nos sobra la indignación, como a Caifás y vestiduras que rasgarnos histriónicamente. Trato de entender la ferocidad con la que se está aniquilando, demoliendo, a un hombre que ha sido y es mundialmente reconocido como el artífice de la democracia en su país y el recuperador del prestigio perdido durante la dictadura de Franco; una España ¿amnésica? que ahora le vuelve la espalda y a la que parece importarle un bledo su destierro a rodar por el mundo como un balón que ya no sirve.

Veamos, yo entiendo el desapego relativo a la liberación del deseo, y en consecuencia del sufrimiento que éste provoca, como un principio fundamental para el budismo, hinduismo, jainismo, taoísmo y hasta el
bahaismo y me parece bien, lo respeto. Pero ¿en España? Aquí el desapego no se puede interpretar como elevación, ni mucho menos como virtud, sino como hipocresía y envidia, la misma que ha encumbrado a quienes ahora se sienten conmocionados, “inquietos y perturbados” por las declaraciones de Corinna Larsen; los mismos que se alarman cuando no decimos “monomarental” o “portavoza”, los que blanquean independentismos fanáticos y ceden, en su oportunismo personal y cortoplacista, la estabilidad del estado ante los principios más ridículos.

Pero eso no es un escándalo, no, sobre todo cuando la monarquía está bajo sospecha, donde por cierto aún no tenemos la versión de Don Juan Carlos porque la ofrecerá a quien tenga que ofrecerla en su momento. Robert Louis Stevenson decía, deliciosamente, que “todo el mundo, tarde o temprano, se sienta a un banquete de consecuencias” y así parece, de modo que no se perturben, ni se inquieten; si el “emérito” ha incurrido en irregularidades tendrá que afrontar sus efectos al completo (si no los está afrontando ya) en el centro de la polémica, sin su asignación anual, conviviendo con la renuncia pública de su hijo a su herencia y a punto de cambiar de residencia fuera de nuestras fronteras.

¿Pero este ensañamiento? Aquí lo verdaderamente perturbador e inquietante es esta lapidación en la figura de Don Juan Carlos, que personifica uno de los capítulos vivientes más luminosos de nuestra historia. Una saña y un desguace que de ninguna manera nos conducen a la elevación ni a la virtud de los severísimos moralistas que lo critican sino a una idea triste y fija, la de la bautizada por Unamuno, “íntima gangrena española” y nuestro rasgo de carácter más notorio: la envidia, que hoy parece estar de fiesta.

Borges decía que los españoles pensábamos demás en la envidia y que prueba de eso es que para decir que algo es bueno decimos: “envidiable”. Camilo José Cela escribió que “el español (...) arde en el fuego de la envidia como el anglosajón (...) se quema en la hoguera de la hipocresía y el francés se consume (...) en la llama de la avaricia”.

A los hechos me acojo, aquí en España admiramos y pensamos bien de alguien si no nos queda otro remedio pero que nadie se confíe, en cuanto ese alguien, especialmente si disfruta de ese “algo bueno” que decía Borges, manifiesta el más mínimo signo de debilidad... un fallo, un atisbo de flaqueza (como cualquier ser humano)... ¡adiós!

Entonces nos lanzaremos como alimañas sobre él y lo devoraremos porque nos compensamos con ello. ¿Y dónde están los juancarlistas? ¿Dónde quedó esa afición por el rey de la transición, la bonanza económica, los deportes marinos, la democracia y los espárragos “cojonudos”? A la espera del justo esclarecimiento de los hechos y de la decisión del Rey Felipe VI sobre el destino de su anciano padre, en esta España convulsa e inestable, deberíamos impostar un poco menos la virtud (recuerden a Duvert: “El vicio corrige mejor que la virtud...”) y trabajarnos algo el agradecimiento o al menos la cautela, egoistamente.

En cuanto a las presuntas faltas detalladas por la insigne Corinna, están por revisarse, y lo harán en las instancias adecuadas a su tiempo, mientras que el desapego y la codicia aquí en España, son un hecho constatado y autodestructivo.