Opinión
Cabreados
El presidente de Brasil, el inefable Bolsonaro, el otro día, llevado por su entusiasmo entre una multitud que lo aplaudía, vitoreaba y estrujaba sin mascarilla mediante, cogió en brazos a quien él creía que era un tierno niñito, y al alzarlo sobre sus hombros se dio cuenta de que era un enano. Que nadie se ofenda: quiero decir que elevó sobre sus omóplatos a una persona pequeña, que tenía una estatura sensiblemente menor de lo normal, y que a la vista estaba que era mayor de edad. Incluso muy, mucho, mayor de edad. No pretendo agraviar a nadie con esa palabra, y pido disculpas por utilizarla una sola vez y en aras de la mayor comprensión de esta crónica. Pero es que, desde luego, estaba clarinete que la persona elevada hacia las nubes con jovialidad dicharachera en brazos de Bolsonaro hacía décadas que había terminado la universidad, además de que seguramente suele llevar a sus nietos a pasear los domingos por la tarde. Pero quizás Bolsonaro, en su sudoroso frenesí, gozando su baño de multitudes, no distinguía a su alrededor más que bultos, votos, oportunidades de hacerse el simpático…, y le daba lo mismo Pepito que su primito. Se le podrán criticar muchas cosas a Bolsonaro, pero quien se atreva a decir de él que no es un tío campechano…, miente más que un tesorero imputado. El presidente de Brasil pertenece a esa categoría —hipócrita o no— de mandamases sencillos, espontáneos, francos (palabra que suena a exhumación y tal y tal, y por la que también pido indulgencias de antemano, por si agravio sin querer). Lo cual, que no abundan. Quiero decir: los poderosos afables y sociables. O sea. De esos que antaño eran recibidos por la población como Míster Marshall, entre aplausos, niños sonrientes y gente menuda provista de ramos de flores y sonrisas de recortable de chocolatina alta en gluten. Verbigracia, por estos lares ahora mismo tenemos la devoción por los políticos hecha un chalet okupado: plagadito de roñas, orines y vagancias. Tierra oscura, de nadie, habitada por gusarapos pendencieros. El «pueblo soberano» ha devenido en «público cabreado», soliviantado. El vulgo ha aprendido a tocar la cacerola durante el confinamiento, y está de un ánimo más dado al mamporro, físico o dialéctico, que al beso de rosca. (Temblores. Pavor).
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