Opinión

Recuento

Cuatro familiares enfermaron de Covid-19. De ellos, tres sanitarios (un hermano médico y dos primos enfermeros). Su madre murió. Era asintomática, no le hicieron autopsia: no saben si las estadísticas la han incluido o no. Los empleados de la residencia donde vivía —por tres mil y pico euros mensuales— tardaron casi dos días en darse cuenta de que había muerto. Tal era el interés por ocuparse de ella, y las posibilidades de hacerlo —desbordados, exhaustos, recibiendo órdenes contradictorias cada día, enfermos también muchos de esos cuidadores…—. Encontraron su cadáver en la habitación donde llevaba dos meses encerrada. Allí permanecía enclaustrada como una maleante, recibiendo señales recelosas y autoritarias por toda comunicación, cuando tenía la suerte de intercambiar palabra con otro ser humano, y sin poder asomarse al pasillo siquiera. Vivió sola, angustiada, desconcertada y enjaulada sus últimos días, le prohibieron ver y abrazar a los suyos, y murió sin molestar a nadie, ni siquiera a los encargados de cuidarla. Igual que un pobre e insignificante animal castigado y violentado de una granja de novela de George Orwell. Pero era una persona. Valiosa, sensible, cariñosa. Y su familia la amaba… Su suegro, también anciano, pero lúcido, autónomo y feliz hasta entonces, no pudo soportar el confinamiento. Tras un mes y medio de reclusión, entró en un proceso rápido de demencia y se suicidó, de una manera espantosa. Ha sido un trauma devastador para la familia. No saben si lo superarán. Su hermana —empresaria del sector turístico— se ha arruinado… Su marido perdió el empleo, no por la pandemia, sino por un confinamiento tan espeluznante como inútil, que ha destruido muchas empresas y empleos que, digan lo que quieran, no volverán a recuperarse. A su edad (cincuenta años), cree que no conseguirá trabajar más, en una España acostumbrada a prejubilar antes de los cincuenta años, mientras irónica, o burlonamente, hace planes de extender la edad de jubilación cerca de los setenta (¿?). De su hija, que era una brillante estudiante universitaria y ha adquirido un trastorno alimentario, ha dejado los estudios y está en tratamiento psiquiátrico, prefiere no hablar… «Aunque la propaganda asegura que nadie se quedará atrás, que saldremos juntos de esta», me dice mi amiga, mientras hace recuento de daños personales. Luego llora. Mucho. Y yo no sé qué hacer para consolarla.