Opinión
El cura y el viejo profesor
Entre los papeles de mi hermano Delfín a su muerte he encontrado un manojo de cartas atadas con una goma. Es la correspondencia que mantuvo durante varios años con Enrique Tierno Galván. En este largo intercambio epistolar entre el sacerdote católico, cura de Valdeavellano de Tera, en la comarca soriana de El Valle, y el «viejo profesor», pensador agnóstico que andaba buscando sus orígenes y, acaso, al Dios de su infancia, se observa un gran respeto y afecto mutuos.
Aparte de múltiples detalles humanos, hay en esta correspondencia tres asuntos principales: Tierno quiere conocer con detalle su árbol genealógico, desea y pide ser enterrado en el cementerio católico de Valdeavellano y busca con persistencia datos sobre una capellanía de sus antepasados, que trajeron de Flandes en el siglo XVII un retablo para la iglesia del pueblo. Me contó mi hermano que un día, cuando entró en la iglesia, le sorprendió en la penumbra del templo la presencia de un hombre. Era el «viejo profesor» sentado, solo, en un banco, junto a la capilla del retablo.
Mi hermano escudriñó en los archivos y le proporcionó el árbol genealógico. Así nos enteramos de que su abuelo Julián Tierno fue capitán de Infantería en Tudela y su bisabuelo Simón, estanquero en Valdeavellano. Su tatarabuelo Pedro Tierno vivía ya allí, lo que demuestra que Enrique Tierno estaba bien arraigado en el pueblo desde antiguo, en contra de versiones biográficas como la de César Alonso de los Ríos acusándole poco menos que de farsante por inventarse orígenes rurales. Hasta las escuelas del pueblo llevan su nombre. Tampoco lo de la sepultura tenía nada de farsa. Deseaba vivamente ser enterrado en el camposanto de Valdeavellano. «Con relación a la sepultura –escribe al cura–, mi pariente Isidoro Tierno le habrá entregado, o puesto en su cuenta, 5.000 pesetas. Mi intención era, y es, construir un panteón, pequeño y sencillo, siempre que no haya dificultad a mi alcance». Quería una sepultura perpetua, y el Obispado expidió un edicto concediéndosela. Siendo ya alcalde de Madrid, solicitó «un espacio de tierra mayor», un hueco para varios cuerpos, porque «en Madrid –escribe– esto está muy mal y más vale prevenir que lamentar». Después pasó lo que pasó.
Vuelvo a atar con la goma el manojo de cartas. Encierran, me parece, una hermosa historia, una demostración de que la verdad del ser humano es poliédrica.
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