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Vidas de ficción

Sentados en una terraza con un par de botellines, exhibían las maneras y la jactancia de los que se toman por el Tony Montana de «Scarface»

En el instituto corrían centenares de leyendas urbanas. Una de las que escuchábamos con mayor frecuencia eran las historias de chavales que, después de haber visto una peli de Superman, saltaban por la ventana porque habían llegado a la conclusión de que ellos eran el alter ego de Clark Kent. Nunca supe si ese rumor era un chisme más o si la proliferación de ese rumor recurrente se sostenía en alguna noticia, pero todos lo desechábamos de antemano como un bulo al que no merecía concederle mayor crédito que a un chiste sin gracia. El cuento daba para improvisar unas cuantas chanzas y seguir con las gamberradas habituales que animaban el recreo y nos hacía creer mayores. En nuestros despejos todavía quedaba lejos la idea de que la vida imita la ficción. En nuestra soberbia juvenil considerábamos estar desarrollando una aventura biográfica, una existencia carente de contaminaciones fílmicas. Íbamos a ser los siguientes Jack London sin que todavía supiéramos quién demonios era Jack London. Visto desde estas alturas, la única deducción que se extrae es que éramos unos idealistas o unos auténticos ingenuos.

El último domingo me topé en una terraza con un par de adolescentes con toda la retórica de la delincuencia clavada en el frontispicio de sus caretos. Sentados en una terraza con un par de botellines, exhibían las maneras y la jactancia de los que se toman por el Tony Montana de «Scarface». Gastaban americanas cutres, camisetas negras y el corte de pelo de Cillian Murphy en «Peaky Blinders». Los críos, unos diecisiete tacos mal asumidos, hasta fumaban igual que Tommy Shelby, el capo de la serie. Toda una declaración. El más moreno, un fulano con aspiraciones de broncas, arrastraba en el labio la herida habitual que dejan las peleas a pie de calle, de esas que se dirimen en medio del botellón o en la puerta de una disco. El otro, en un toque de dureza digno de Clint Eastwood, derramaba parte de su cerveza en una servilleta de papel para que se desinfectara el corte. La escena no habría desentonado en una Buddy Movie o un filme de James Cagney.

Entre los testimonios de ese hit que resultó «Gomorra» hubo uno en particular que me llamó la atención. Roberto Saviano consignaba el asombro de la policía que investigaba los crímenes de la mafia. Los carabineros no entendían por qué ahora los sicarios no acertaban a matar a sus víctimas. O los dejaban moribundos o se veían esforzados a rematarlos. Más tarde descubrieron que las nuevas generaciones de Luca Brasi no disparaban como sus abuelos, sino como se ve a los matones de las pelis de Tarantino. Dedujeron que así no había forma de acertar en el blanco. También cotejaron que el crimen organizado no ya influía en Hollywood. El orden se había invertido. Ahora era el cine quien marcaba la pauta de sus hábitos. Hemos llegado a una generación de críos que consideran que la vida es insuficiente, como si no fuera lo necesariamente elástica para amoldarla a sus sueños. Para ellos, la vida solo merece la pena ser vivida si es digna de la ficción.