Política
Ceci n’est pas fascismo
A Reyes Maroto le mandaron una navaja ensangrentada y mostró la foto del objeto como una imagen inapelable del fascismo. «¿Cómo no va a haber fascismo en España?», se preguntaba el personal. «¿O es que no está el fascismo delante de nuestros ojos?». Necesitamos ver imágenes de las cosas para entenderlas: la foto de la navaja, la foto del yeti, del monstruo del lago Ness y del fascismo. Hace un tiempo que en mi Españita le hablan al ciudadano con pictogramas. Estaba ahí la foto, por lo tanto estaba el fascismo y de fascismo estábamos hablando. Me acordé de Magritte, que en su «Traición de las imágenes» presentó un dibujo de una pipa con la leyenda «Ceci n’est pas une pipe» –esto no es una pipa– y abrió las puertas del arte conceptual del que bebieron tantos artistas e Iván Redondo. Magritte decía la verdad pues un dibujo de una pipa no era propiamente una pipa como una navaja ensangrentada no era propiamente el fascismo. El pobre Magritte tuvo que dar muchas explicaciones de esto. Así lo contaba: «La famosa pipa. ¡Cómo me reprochó la gente por ello! Y sin embargo, ¿podría usted rellenarla? No, claro, es una mera representación. ¡Si hubiera escrito en el cuadro ’'Esto es una pipa’', habría estado mintiendo!». Se montó un buen lío con aquello y también cuando se supo que la navaja de Maroto la había enviado un pirado de El Escorial. Lo que sostenía la ministra entre sus manos –con el alborozo del que muestra una cría de oso panda que acaba de nacer en el zoo–, era la obra de un loco. No es que exista una gran diferencia entre un tipo que envía una amenaza a una ministra tras abandonar el tratamiento de antipsicóticos y uno que no, pero la cosa es que de la navaja teníamos la foto de la navaja, y del fascismo, a un tipo que escuchaba voces fascistas.
En todo caso, el posado no trataba tanto de presentar la realidad como de proponer los mecanismos, estrategias y el relato que están detrás de ella; esto es, la verdad. Pero la verdad se tambaleó y se descuadernó la estrategia de utilizar amenazas miserables y más o menos descabelladas para construir la idea de que en este país vivíamos en 1936. A la izquierda le ronda una vocación de una Atlántida recurrente en la que se coaligan las diversas fuerzas de la izquierda. «¡A ver si de una vez se ponen de acuerdo!», gritan sus votantes y, cuando logran el acuerdo, pronto constatan que las fuerzas de la izquierda se parecen entre ellas lo que una pera a una manzana y que no es que no sean capaces de acordar la limitación de los precios de los alquileres, es que no atienden a consensuar si una mujer es realmente una mujer. Con todo, tenían que hacer el intento de reconstruir el espantapájaros del fascismo para acercar a las izquierdas durante los doce días que les quedaban «para ganar las elecciones, Pablo», como dijo Gabilondo y reverdecer así la flor de la alianza de Moncloa ya para entonces marchita.
Dicen las encuestas que no funcionó por lo que sea. Las encuestas pueden equivocarse, pero tendrían que equivocarse todas. Parece que se las cree el propio Pedro Sánchez, que se ha borrado de los actos de la campaña madrileña en los que tanto protagonismo tomó el chamánico bailar de sus manos suspendidas en el aire. Sánchez siempre toma forma donde van las cosas bien y viceversa, como esos animales que barruntan las tormentas y los terremotos, y huyen de los lugares donde poco después se cierne la desgracia. Su ausencia de la campaña socialista es el peor de los augurios.
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