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Guerra en Afganistán

Héroes

Creen que su pequeña aportación sirve para que funcione el estado democrático, España tenga un lugar en el mundo y se salven vidas

Rosa escucha con una sensación agridulce las noticias sobre el regreso a España de los policías, soldados y diplomáticos que se han quedado en Afganistán tratando de rescatar el mayor número posible de colaboradores hasta el último momento. Cuando hace un par de semana supo que el embajador Gabriel Ferrán y su segunda Paula Sánchez anunciaron que permanecerían allí hasta que ya no fuera posible hacer más sobre el terreno, volvió a sentir ese hormigueo tibio y grato con el que uno reconoce algo admirable: no es que le reconciliara con lo mejor de la condición humana, porque nunca ha dejado de creer en ella, pero sí le recordó que a menudo en las instituciones públicas, en el servicio a la ciudadanía de funcionarios del Estado, se encuentran pequeños grandes héroes de lo discreto; esos que cuando nadie les ve trabajan para los demás, los que son conscientes de la importancia de su acción diaria, por muy menor o limitada que parezca y se aplican con la determinación que exigen las grandes gestas.

Porque las grandes gestas no son sólo las conquistas o los logros de proyección histórica o universal. Hay una labor de callada eficacia entre quienes tienen en sus manos parte de la maquinaria para solucionar problemas y hacen su papel: no mandan, no coordinan, no deciden, a menudo solo cumplen órdenes, pero realizan su labor con la convicción de ser parte de la solución a los problemas o la gestión de los intereses públicos y ponen en ello más aún de lo que exige su puro compromiso funcionarial.

Rosa tiene una amiga que trabaja en un centro de salud. Se llama Elena y elige su mejor sonrisa y su disposición más luminosa para responder a las dudas de los pacientes o hasta indicarles dónde está tal o cual consulta. Casi siempre recibe una respuesta acorde con su actitud: a una sonrisa responde otra, a un trato agradable le sigue otro igual.

Hay también quienes en rincones menos visibles, en oficinas que tramitan expedientes o gestionan ayudas, o simplemente administran cifras y letras del Estado, procuran hacer su labor lo mejor posible conscientes de que su pequeña aportación permite que la maquinaria siga funcionando.

Y los hay que además de esa conciencia de servicio y una disposición que va más allá del cumplimento estricto de horarios y rutinas –que también se da, que también es normal, y que, desde luego, no merece ni crítica ni reproche, faltaría más– lo que hacen es arriesgarse a perderlo todo, y a menudo hasta dejarse la vida.

Son conscientes de su riesgo y lo asumen. Pero no son supermanes ni están dotados de una capacidad extraordinaria o fuerza ilimitada. Son humanos, como cualquier de nosotros, como Rosa, como su amiga Elena, como su hijo Alejandro, como usted lector o lectora o quien escribe estas líneas, que tienen miedo, familias, deudas y corazón. Pero creen en su país y saben de lo importante de las pequeñas acciones responsables y coordinadas.

La mayoría de los funcionarios o colaboradores adscritos al Servicio Exterior o a los servicios de información sobre el terreno, han renunciado a una vida serena y ordenada para servir a su país. No son héroes de película, de esos que salvan el mundo y siempre vencen al malo, sino funcionarios conscientes, responsables y fuertemente comprometidos por vocación de servicio que pierden afectos y renuncian a lo que todos tenemos o aspiramos a tener, porque creen que su pequeña aportación sirve para que funcione el estado democrático, España tenga un lugar en el mundo, y se salven vidas.

En algunos casos trabajan ocultos a sus propias familias, viven bajo personalidades falsas y en vigilia permanente, o tratan a diario con quienes acabarían inmediatamente con su vida si supieran quiénes son realmente y para quienes trabajan. Y no es, repito, su vida una película de héroes o espías. Es incómodo no poder decir a tu pareja, por ejemplo, que ese viaje que tienes que hacer tiene una explicación precisa aunque tu no puedas dársela, o ignorar cuándo y cómo terminará determinada misión que has iniciado y te mantiene en una incertidumbre que te impide organizar tu tiempo de ocio. ¿Ocio? A veces te lo tienes que buscar en los rincones más insospechados.

Rosa admira a quienes se la juegan por su país, y considera héroes a quienes anoche llegaban en ese último vuelo de Kabul, con el embajador y su segunda a la cabeza.

Pero le queda la inquietud, como una especie de contrapeso amargo a la noticia del regreso, por los que se han quedado allí sin poder ser rescatados.

Rosa levanta su copa con un brindis agridulce.

Ignora, como casi todos los que en estas horas saludan la gesta de quienes sacaron a 2.000 personas de Kabul discreta y eficazmente, que quedan en el país un puñado de funcionarios de la misma pasta que sobre el terreno tratarán de seguir trabajando por salvar vidas y conseguir información para que su país siga teniendo un lugar en el mundo.

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