Opinión
La «guerra» política interminable
No hay duda de que deben añorar los tiempos del bipartidismo imperfecto que tan fructíferos resultados ha dado a España desde la Transición
Una guerra está compuesta de batallas y escaramuzas, mayores o menores, hasta que se llega a la victoria final. Es verdad que hay conflictos, pocos, donde al final no hay ni ganadores ni perdedores. En otros, se impone la propaganda, como sucedió con la famosa batalla de Qadesh entre egipcios e hititas. Ramsés II decidió seguir la política expansiva de su padre, Seti I, y atacó a los hititas en Palestina y siguió hacia Siria donde se encontró con sus enemigos. El combate de carros que se libró junto al río Orontes fue uno de los mayores de la Historia y una carnicería que no dejó un claro vencedor, aunque Ramsés consiguió un resultado honroso cuando la derrota parecía inevitable. A pesar de lo sucedido, ambos contendientes se declararon vencedores y siempre me ha fascinado que el faraón decorara sus templos con relieves para conmemorar aquella «victoria». La realidad es que no hubo un resultado concluyente. Es lo que podrían hacer tanto el PP como el PSOE en sus respectivas sedes de las calles Génova y Ferraz con la multitud de batallas y escaramuzas que llevan protagonizando desde hace años.
Es posible que ambos contendientes se sientan gratificados con el premio de la Moncloa, pero no hay más que ver cómo acabó Rajoy y la crisis que sumió a su partido o el calvario que vive Sánchez con sus socios de gobierno que son una auténtica pesadilla. No hay duda de que deben añorar los tiempos del bipartidismo imperfecto que tan fructíferos resultados ha dado a España desde la Transición. La estabilidad política se traslada a la sociedad y la economía. En cambio, ahora tenemos conflictos con todo y solo los sectarios y fanáticos políticos y mediáticos, que jalean a sus respectivos «equipos», están felices con la situación. La incapacidad de llegar a acuerdos se ha convertido en un grave problema que afecta a organismos constitucionales, la recuperación económica, la política exterior, la educación en todos sus niveles… la relación es tan amplia como inquietante. Es verdad que añoro la capacidad que existe en otros países a la hora de establecer diálogos fructíferos en temas importantes e incluso de hacer coaliciones coherentes ideológicamente aunque se asuman riesgos de desgaste electoral, pero tenemos el caso de Alemania donde es posible que los socialdemócratas, que eran los socios de Merkel, puedan ganar las elecciones.
La irrupción del populismo, un viejo y deleznable enemigo de la política y las instituciones desde la Antigüedad, ha regresado a nuestras vidas como consecuencia de la anterior crisis económica y la llegada de los jóvenes airados del 15-M, hoy convertidos en una casta del sistema gracias a las urnas y la debilidad del PSOE. La demagogia es moneda de cambio y la política se divide en buenos y malos, aunque es un concepto difuso más propio de las malas películas de serie B. Es lo que sucede, por ejemplo, con la renovación del CGPJ que lleva años en funciones, pero se olvida que mientras tanto se celebraron dos elecciones y es muy difícil alcanzar acuerdos con la presencia de Podemos, independentistas y bilduetarras que quieren utilizar la Justicia en su beneficio. Es un poder del Estado que debería estar siempre al margen de las trifulcas políticas. El PSOE y el PP están rememorando la batalla de Qadesh y al final habrá un acuerdo, salvo que quieran mantener esta situación escandalosa hasta después de las próximas elecciones de 2023. No habrá ni vencedores ni vencidos, sino simplemente dos fracasados y una perdedora que será la Justicia.
Otra batalla absurda la tenemos con la economía, porque la fuerza de España sería enorme si ambos partidos fueran capaces de resolver sus diferencias y presentar un frente unido. No solo estoy pensando en nuestros socios europeos, sino, sobre todo, en los inversores y la necesidad de seguridad jurídica y estabilidad que necesitan para tomar sus decisiones. El panorama español es bastante desincentivador. Somos un país excelente para crecer y atraer capitales, pero estamos ensimismados en nuestras guerras partidistas. El coste de oportunidad es enorme, pero solo piensan en la próxima contienda electoral, vigilar las encuestas y dedicarse a la propaganda. Lo que sucede con el escándalo del precio de la luz es otro ejemplo del disparate nacional, sin entrar en las locuras podemitas de empresas públicas, porque en lugar de resolver el tema se busca culpables que no lo son y no se quitan los pufos gubernamentales, que colocaron los gobiernos socialistas y populares, del recibo de la luz.
La batalla en todos los niveles de la educación es muy angustiosa, porque hablamos de nuestro futuro como sociedad. En lugar de aparcar la ideología, nos encontramos con la catastrófica ley Celáa solo superada por el bodrio que destrozará el sistema universitario gracias a las disparatadas ocurrencias del ministro Castells. Es uno de los temas en los que debería existir una auténtica política de Estado, pero se prefiere la ideología en vena y el sectarismo más desaforado. Es un intento por acabar con el mérito y la capacidad en la Universidad, en lugar de mejorar el sistema, para favorecer que amigos y amiguetes puedan tener su oportunidad. Es lo que viene pasando desde hace décadas y es un ámbito de la función pública que la izquierda maltrata para poder colocarse. La educación debería basarse en el esfuerzo y el conocimiento, pero en este terreno los ideólogos de la izquierda no se sienten cómodos porque no les resulta fácil alcanzar las soñadas plazas de funcionarios. Es mejor destruir el modelo en lugar de mejorarlo. España necesita urgentemente que sus políticos sean capaces de entenderse en los grandes temas que afectan a cómo tiene que ser su futuro para ser uno de los grandes países del mundo. Esto no es una quimera, sino que es posible porque tenemos todas las condiciones para conseguirlo.
✕
Accede a tu cuenta para comentar