LGTBI

Lo que la gente quiere

Manipulan con la facilidad de unos trileros capaces de crucificar a su abuela con tal de darle a la gente lo que la gente quiere, o sea, duchas de mierda, sacrificios bajo la luna llena

La tragicomedia de los encapuchados que no existen se entiende mucho mejor si quitamos la lupa del mentiroso. Olvidemos al chaval, angustiado por la posibilidad de perder a su pareja. Enfoquemos a cambio sobre los mandarines del escándalo y pensemos en el daño brutal que su oportunismo provoca a la causa LGTB. Muñidores de alertas antifascistas. Pastores de levita siniestra y sermón diario. Son la voz de los desposeídos y los humillados, a los que manipulan con la facilidad de unos trileros capaces de crucificar a su abuela con tal de darle a la gente lo que la gente quiere, o sea, duchas de mierda, sacrificios bajo la luna llena, aullidos de terror, lingotazos de sangre, collares de huesos y monigotes de paja.

Pasen y vean al ex juez Marlaska, que tiene 59 años, vocación de yoyó al servicio del jefe y un prestigio como juguete roto que riega con celo suicida mientras escapa de la tierra abrasada a su paso.

Irene es ministra. Cuesta creerlo, pero es ministra. Está convencida de que Vox y el PP quemaron el Reichstag y en todo tiempo y todo lugar ve, olfatea y escucha y denuncia las cadenas del heteropatriarcado, omnímodo y ubico como una deidad antigua que ni se crea ni se destruye, sólo cambia de piel, a la manera de las boas, para que tengamos un discurso de quita y pon de aquí al 3500 D.C. Irene, ay, tampoco sabe conjugar la autodeterminación de género con la protección especial a un ente gaseoso, o sea, la mujer, que sólo existe en tanto que constructo social o trampantojo psíquico, y entonces ya me dirán que hacemos con la LIVG. Tampoco nos aclara para qué coño (cual mesa camilla, tapete de ganchillo incluido), buscan refugio aquí las afganas, si resulta que habitamos la estación término de todos los feminicidios.

Pedro Sánchez, tercer tenor de una zarzuela histérica, estuvo en el telediario diez minutos largando sobre la ola feroz de crímenes machistas, homófobos, sexistas. Como dice un amigo, son incapaces de arreglar la gotera del quinto y no saben cómo resolver los problemas de un barrio. Pero caramba, cuando se trata de reparar el mundo y solventar los dilemas del cosmos, no tienen competencia.

De fondo y altavoz restan los programas de variedades, faro y conciencia de un tiempo exótico, que delegó el oficio de los viejos intelectuales, corazón libresco que habitó los periódicos, en los emperadores, príncipes y reyes de la teleletrina. Con semejante elenco lo sorprendente no es que hiciéramos un ridículo que pasará a los libros de historia, sino cómo es posible que no lo hagamos cada minuto. No hay causa, por noble que sea, que no transformen en una saga de agitprop o un infomercial de madrugada, emputecido de oportunismo buitre.

Quien no entienda que viven de fomentar el odio y van colgados de un fascismo como un velocirraptor, resucitado para la gran pantalla, o está abducido, algo bastante común en los días del pensamiento dicotómico, la pureza moral y el mesianismo a chorro, o está a sueldo.