Terrorismo

Basura sobre las flores

Los homenajes a Henri Parot se celebran en las plazas de pueblos de los que escaparon las víctimas y a los que a día de hoy no pueden regresar

A Rafael Garrido y a su familia los mataron dos veces el mismo día. La primera, cuando mientras estaban parados en la esquina de la marisquería del Boulevard de San Sebastián un terrorista de ETA en moto colocó sobre su vehículo una bolsa bomba. La segunda fue cuando, por la noche en esa misma esquina, retirado el coche retorcido sobre sí mismo, los cascotes, los cristales, los heridos y los muertos despedazados, esparcieron basura sobre las flores que alguien había colocado en su memoria. Salpicaron sobre los lirios una nieve negra de posos del café, espinas de pescado y otros desechos. Al amanecer, los curiosos descubrían entre los ramos los bordes de un filete y una latilla de atún a medio vaciar que había salpicado sobre los celofanes lágrimas de aceite de girasol.

Digo que a los Garrido los mataron dos veces, porque a uno lo pueden matar físicamente una vez, pero después lo rematan en la memoria las veces que se quiera y así, en la canción que cantan al asesino cuando regresa a su pueblo desde la cárcel se sigue escuchando el eco del disparo, la onda expansiva de la bomba y la última palabra del moribundo. A los asesinados por ETA los sacan cada poco de la tumba, les descerrajan otro tiro y los vuelven a echar al hoyo en un terror en ciclo, un bucle de miserias. Dicen que ETA pasó, pero los homenajes a los etarras y otras escenografías de la barbarie tienen como objeto la perpetuación de aquella muerte y la eterna persecución de la víctima. Esta sensación pegajosa de terrores reencontrados es posible cuando se recibe con honores al verdugo, pues en realidad lo que discurre bajo la ceremonia es que lo que hizo el asesino, bien hecho estaba. Que ellos ganaron.

Esta enfermedad se asienta en que, para parte del País Vasco, las víctimas siempre fueron culpables. «Algo habrían hecho», se decía de los muertos, y era una culpa que heredaban los que se quedaban. A las viudas se les acusaba de oprimir al asesino gracias al mero ejercicio de salir a la calle en el pueblo, de ir a comprar a la pescadería en lugar de comprarse una casa en otra parte de Burgos para abajo. La falacia del criminal oprimido es la clave de bóveda sobre la que ETA construyó un imperio argumental de sangre y justificaciones que a día de hoy sigue levantándose sobre las aceras.

También el escenario es importante. Porque el padre puede abrazar al hijo que sale de la cárcel por sanguinario que sea, y hasta el peor asesino merece el hombro de una madre sobre el que llorar, pero ese cariño irrenunciable e incondicional debe darse en privado y no ocupando la calle que la viuda o el huérfano tuvieron que abandonar. Los homenajes a Henri Parot –hoy vestiditos de defensa de los derechos de los reclusos–, se celebran en las plazas de pueblos de los que escaparon las víctimas y a los que a día de hoy no pueden regresar. Ayer en Mondragón apedrearon una manifestación en defensa de las víctimas del terrorismo.

Existe un debate jurídico sobre si se pueden prohibir los «ongietorris», aunque a mí lo que me interesa y lo que me duele es cómo parte de mi pueblo ha sido educado en la demencia actual de que aquellos asesinos tenían sus razones y que estamos en otro tiempo porque ETA ya no mata, porque Bildu es un partido más, porque el terror ya pasó y porque, dicen, vivimos en paz.