Partidos Políticos

Érase una vez

Resulta cada vez más inevitable asumir la convicción de que estamos incómodamente instalados en el cuento de nunca acabar

Érase una vez un partido que ganó las elecciones, pero tenía complicado conformar un gobierno. La irrupción de movimientos y plataformas, engastados en una miscelánea de siglas, dificultaba el encaje de escaños concebido para la sosegada quietud del bipartidismo y agitaba las antaño tranquilas, tranquilísimas, jornadas poscomicios. La formación en cuestión, triunfadora en las urnas, tenía por delante un agónico periplo de pulsos, vetos cruzados y ásperas negociaciones que auguraba el lento avance de los ritmos políticos y amenazaba con afianzar la parálisis de un espacio común enrocado en intransigentes perspectivas. La búsqueda de un socio con el que construir mayorías sin disentir en asuntos ideológicos estructurales (construidos, además, sobre consensos sociales más que asumidos) se antojaba a ratos inverosímil, a ratos improbable o a ratos, directamente, imposible. Y generaba un acalorado e intenso debate, tanto dentro como fuera de los límites partidistas, con el obstáculo, añadido, de la exhibición de órdagos de quien parecía, o se hacía parecer, la única opción viable. Se diría que, pese a que todo abocaba a esa solución, nadie confiaba realmente en ella. Ese partido supuesto no es el PP ni el relato es el de la resaca castellana y leonesa. Todo esto le sucedió al PSOE de Sánchez entre abril y julio de 2019 y desembocó en la repetición electoral del 10-N con los resultados ya conocidos. Y seguirá ocurriendo, con sus matices y sus peculiaridades, una y otra vez mientras los índices de radicalizaciones y extremismos varios permanezcan en el paradigma público y la perversa lógica de bloques, a un lado y a otro, no difumine su rigidez con abstenciones tan europeas como poco españolas. Enredados ahora, como estamos, en dicotomías que dudan entre acordonar o abrazar al socio-rival, perdidos en aritméticas quiméricas y sin poder dilucidar todavía si se replicará o no el final que vivimos hace tres años, resulta cada vez más inevitable asumir que estamos incómodamente instalados en el cuento de nunca acabar.