Cataluña
El procés madrileño
Lo importante es que el nacionalismo catalán ha perdido la iniciativa cultural y social
El pasado sábado 26 de marzo, la Selección Nacional jugó, y ganó, su primer partido en Barcelona desde hace 18 años. En términos orteguianos, es toda una generación a la que se le ha privado de la posibilidad de asistir en su tierra a un partido de la selección de fútbol de su país: un acto de censura y desprecio que dice mucho de las políticas deportivas y culturales que se han llevado a cabo en España en las últimas décadas: por parte de la Generalidad (nacionalistas y socialistas juntos) y por parte del Estado central. En alguna medida, el entusiasmo, la alegría y el buen humor que reinaron entre la afición durante todo el partido compensaron el abandono y la dejación. También pusieron de relieve la lamentable actitud de unas elites españolas sin grandeza, sin valentía, sin orgullo, incapaces de comprender aquello por lo que clama la sociedad. En nuestro país, parece que nunca pierde vigencia el viejo lamento: «Qué buen vasallo…»
Dos días después, Hablamos español y Societat Civil Catalana han lanzado una elaborada estrategia judicial en cuatro fases para conseguir que la Generalidad secesionista cumpla la sentencia judicial que obliga a impartir en español el 25 por ciento del currículum escolar. Es un gran esfuerzo, realizado una vez más, como tantas veces ocurre en Cataluña, por entidades independientes y en muchas ocasiones perseguidas. Ahí está la admirable Barcelona con la Selección, que tanto se ha esforzado por conseguir que la Selección Nacional juegue en su ciudad. La vitalidad y en muchas ocasiones el heroísmo de estas organizaciones –otro ejemplo es S’ha Acabat!– corre en paralelo al descrédito del independentismo. Y no se trata sólo de un descrédito político. Lo importante es que el nacionalismo catalán ha perdido la iniciativa cultural y social. De tanto forzar la cuestión de la identidad, las señas identitarias han pasado a ser antipáticas, repelentes, provincianas. Y si se intentan nuevas demostraciones de fuerza, como parece verosímil, sólo se logrará acentuar el descrédito y aumentar la sensación de decadencia y depresión en la que hoy vive Cataluña.
Habrá quien deduzca de todo esto que el procés se ha acabado. No es así. En Cataluña, lo mantienen vivo –aparte del PSC– ese toque alternativo, y degradante, que le dan los Comunes, con sus políticas alternativas, destinadas a crear una Cataluña emancipada, que expulsa las inversiones y a los extranjeros preparados, pero atrae como un imán a todo el altermundialismo europeo y ha hecho de Barcelona un escenario decrépito y degradado por sus instituciones. Sobre todo, al procés lo salva el Estado central. Hoy encabezado por un Sánchez empeñado en gobernar con el separatismo republicano. Y antes, por la indiferencia del PP y por la larga estrategia del PSOE de gobernar contra la «derecha», entendida esta como todos aquellos que aspiran a vivir en una nación pluralista y unida, no en un conjunto de federaciones nacionales unidas por el odio a España. El procés ha entrado en quiebra en Barcelona, pero, como argumenta Juan Milián en «El proceso español», sigue vivo en Madrid. De hecho, es Madrid el principal bastión del nacionalismo catalán. En realidad, siempre lo ha sido y si el Estado central hubiera estado a la altura de sus mínimas obligaciones, jamás habría habido procés, ni en Madrid ni en Barcelona.
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