Guerra en Ucrania
Ucrania y el césped del vecino
Es el tiempo de decidir si nos solidarizamos, esta vez sí, y asumiendo todos los costes, con lo que sucede al otro lado del seto
Suelen recurrir en Estados Unidos a una metáfora sobre el césped del vecino, ese que siempre se ve más verde, para aludir a la convicción de que lo ajeno es mejor, de que los demás poseen algo de lo que nosotros carecemos. Una especie de síndrome, que cabalgaría entre la idealización y la eterna insatisfacción, acerca de lo que no se tiene, de todo aquello que se anhela. Y, en esa relación con lo que hay, o pueda haber, detrás de la puerta contigua, al otro lado del seto, fluctúan un amplio abanico de emociones: desde aquel deseo o ensoñación, hasta un cierto regocijo ante el mal del otro (no es necesario llegar a la psicopatía; los psicólogos aseguran que, de manera moderada, es una reacción muy humana), pasando por la solidaridad, más o menos profunda, al asistir a los dramas de los demás. Toda una gama de reacciones que nos sitúa, inevitablemente, en un lugar en el mundo.
Y, ahora que se cumplen cien días de guerra en Ucrania, de aquella madrugada del 24 de febrero en que la paz se desvaneció en Kiev, ahora, tantas jornadas después de contener la respiración por los bombardeos a civiles, de sentir casi como propio el sufrimiento de una población en estado de «shock», de protagonizar movilizaciones para la ayuda a los más de seis millones de refugiados, de acoger, de donar, después de todo eso, llega el momento decisivo, el de la solidaridad más auténtica. El tiempo de responder a la gran pregunta que las sociedades occidentales, las europeas, no podemos eludir. ¿Qué sacrificio estamos dispuestos a asumir por esta contienda? Pasado el furor altruista de los inicios, la certeza de las derivadas económicas de la invasión de Putin se plasma en una noria continua y constante de previsiones financieras que empeoran sin parar.
A una economía vapuleada por la Gran Recesión y aún catatónica tras dos años de pandemia y restricciones, la dependencia del gas y el petróleo rusos, la inflación y la carestía de materias primas alimentarias se destapan como lastres desmesurados para las cuentas domésticas, en especial para las del flanco oriental de la UE. Y, aunque el horizonte más apocalíptico que se proyecta desde Alemania no llegue a cumplirse (esos «spoilers» como de ciencia ficción sobre apagones y acopios de bienes de primera necesidad), sí nos enfrentamos a otro tipo de conflicto, distinto al que padecen los ucranianos: no al estilo bélico del siglo XIX, parapetándonos en las trincheras del Donbás, sino con sacrificios en nuestra realidad cotidiana, necesarios para defender un modelo democrático y de derechos amenazado. Es el tiempo de decidir si nos solidarizamos, esta vez sí, y asumiendo todos los costes, con lo que sucede al otro lado del seto.
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