George Washington
George Washington y el milagro americano
En los años previos a Valle Forge salvó la vida «de milagro» en varias ocasiones.
Camino entre las onduladas colinas del Valle Forge, a casi dos horas de Filadelfia, sobre el campo en el que George Washington y su ejército dirimieron una de los combates decisivos por la independencia del país. Aquello sucedió en el invierno de 1777. Me ha traído hasta aquí una estampa colgada en el George Washington Masonic Memorial de Alexandria –una suerte de faro desde el que se domina todo el Potomac–, en la que se representa al general en una actitud insólita. Tiene una rodilla clavada en el suelo, la mirada perdida en el horizonte y su mano derecha sobre el corazón. Justo detrás suyo se asoma un individuo tocado por un sombrero. Lo contempla estupefacto. Parece preguntarse qué diablos está haciendo allí el máximo responsable de las fuerzas revolucionarias, aislado y meditabundo. Un párrafo impreso bajo la imagen desvela el enigma. Asegura que en junio de 1778, poco antes de abandonar el Valle Forge, Washington fue sorprendido por un cuáquero llamado Potts. Estaba en trance, implorando en voz alta al Padre Eterno para que lo protegiera en su misión. Aquel gigante de casi dos metros de alzada, semblante serio y mirada azul, se encomendaba tembloroso a la voluntad divina, musitando entre dientes que la verdadera libertad es un don del Altísimo.
La estampa, por rara, encaja como un guante con otra historia de la que había oído hablar años atrás. En aquel mismo lugar, una mujer se coló en su cabaña mientras redactaba un despacho. Washington estaba solo. Era tarde. La mujer se situó frente a él sin articular palabra, desoyendo las tres veces que el sorprendido general le pidió que se identificara. Lejos de parecerle una amenaza, aquella intrusa, aureolada de luz, bajó el rostro hacia él y le dijo: «Hijo de la República, mira y aprende». Entonces, flotando en el aire, contempló la figura de un ángel que derramaba desgracias sobre América y Europa. Pero vio también cómo América se reponía de las suyas y empezaban a surgir pueblos y ciudades por doquier. Observó incluso la llegada de africanos a sus tierras. Oteó guerras y dolor. Y una palabra esculpida en letras de oro que lo dominaba todo: Unión. «Mira y aprende», insistió la mujer. Y Washington, deslumbrado, atisbó entonces su propia victoria sobre el enemigo.
Me decepciona comprobar que el Valle Forge –hoy un parque histórico que se recorre en coche– no guarda cicatriz alguna de esas dos historias. Lo recorro con interés, deteniéndome en los barracones del ejército rebelde y en la casa-cuartel que el general levantó hacia el final de su campaña. Nada. Solo unas citas suyas sobre imanes y camisetas, en la tienda de recuerdos, me dan alguna pista. «Estoy convencido de que nunca hubo un pueblo con más razones para admitir la intervención de Dios en sus asuntos que el de los Estados Unidos de América». Es una frase de su primer mandato como presidente del nuevo país.
Días después, consultando este asunto en la Biblioteca del Congreso, tropiezo con historias que dan contexto a esas dos visiones, pero tampoco terminan de confirmarlas. Cuando los ingleses se rindieron definitivamente en Yorktown, en el otoño de 1781, el Congreso recomendó oficialmente un día de «acción de gracias y oración pública» (sic). Tras aquello, las jornadas de «plegarias y humillación» colectivas fueron comunes durante la presidencia de Washington. El país se levantó sobre una ética extraída de la Biblia, y no fueron infrecuentes los discursos –y los sermones, que también los hubo– de George Washington en los que atribuía el éxito en sus batallas a «la asombrosa intervención de la Providencia».
El general tenía buenos motivos para pensar así. En los años previos a Valle Forge salvó la vida «de milagro» en varias ocasiones. En 1748 ardió el granero en el que dormía. Su cama de paja no prendió. Burló a la viruela en Barbados, con mucha más suerte que sus hombres. En 1753, durante la guerra contra Francia y las tribus nativas, un indio le disparó a quemarropa en Ohio sin hacerle ni un rasguño. E incluso se salvó de morir congelado al caerse a un río con témpanos de hielo. «Son actos de Dios», repetía una y otra vez.
Pero, ¿y sus visiones? ¿Era cierto que vio el futuro de América en el Valle Forge?
Washington es una especie de superhéroe allí. Por eso, con tiento, deslizo mi pregunta a una de las rangers que cuidan del lugar. «¡Oh, eso!», sonríe. «Ni se imagina cuántas personas preguntan por ese tema». La mujer se lleva una mano a su sombrero de ala ancha, y se dispone a sacarme de dudas. «Según lo que sabemos, tanto la historia de la oración de Washington como su visión del futuro se escribieron más de cien años después de sucedidas. La de la profecía se publicó en 1861, meses después de estallar nuestra Guerra Civil, y fue muy popular entre los soldados del Norte. Imagínese: se trata de un alegato a favor de la Unión como mandato divino. Quizá un texto de propaganda». Entonces, ¿no ocurrió?, indago. «¡Y qué importa eso, señor!», me dice. «Washington fue un hombre religioso, llevaba siempre un ejemplar de los Salmos en el bolsillo. Oraba a todas horas. Y mire ahora su obra: América está en pie gracias a él… Desde luego, parece cosa de la Providencia, ¿no cree?».
Y yo, atónito, asiento. América es, con fe o sin ella, todo un milagro.
Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.
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