Isabel II

Isabel II: el ejemplo a seguir por Felipe VI

Un monarca se ha de ganar el puesto día a día

Ni ética ni intelectualmente puedo ser ni declararme monárquico. La cosa cambia si pasamos este siempre interesante debate por el tamiz de la estética y el pragmatismo. Tan incontrovertible resulta que un rey o una reina multiplican la mística y el atractivo de una nación como que son un excelente negocio también en términos de estabilidad y prosperidad. El rol arbitral de un soberano es una garantía en tiempos de zozobra, polarización y relativismo moral. Por algo, y aunque resulte paradójico, casi todos los países más avanzados del planeta son monarquías parlamentarias. Desde Reino Unido hasta Japón, pasando por Holanda, Bélgica, España o ese ejemplo que son para cualquier demócrata que se precie las verdaderamente progresistas naciones escandinavas (Dinamarca, Noruega y Suecia). No quiero pensar qué sería de nosotros si en lugar de ser un Reino, el «Reino de España» que ahora vendemos urbi et orbi, la cúspide de nuestro sistema constitucional estuviera ocupada u okupada por un presidente de la República. Mismamente, Pablo Iglesias, e incluso Pedro Sánchez si me apuran. Una aventura abracadabrante teniendo en cuenta cómo terminaron las dos primeras y las pulsiones guerracivilistas que han emborronado nuestros dos últimos siglos. Puede que a la tercera vaya la vencida pero, por si acaso, un servidor prefiere abstenerse de intentarlo, al menos en una generación. Isabel II ha gozado de unas elevadísimas cotas de popularidad, sin parangón en político alguno, Churchill y Thatcher incluidos, por dos razones. La primera constituye casi una tautología: la dinastía Windsor está incrustada en los genes de los británicos porque con sus sucesivas denominaciones reina ininterrumpidamente desde hace 400 años. La segunda, tanto o más: su impecable sentido del deber ha provocado que sus índices de aceptación hayan permanecido por encima del 60% de forma sostenida durante casi 70 años. Ahí es nada. Siempre he mantenido que en tiempos en los que la monarquía se antoja un anacronismo que choca con el principio de igualdad de oportunidades y ante la ley –la inviolabilidad es un privilegio medieval–, un monarca se ha de ganar el puesto día a día implementando el rasgo distintivo que siempre caracterizó a esta institución: la ejemplaridad. Contrasta el fervor popular con el que Reino Unido despide a Isabel II con el mal sabor de boca que ha dejado entre nosotros un Juan Carlos I que se cargó su gran legado, la Transición, por su corrupta avaricia. Sucumbiendo, por cierto, a esa maldición que ningún borbón ha podido sortear desde Carlos IV: el exilio. Es curioso contemplar cómo la primera se va en loor de multitudes y al otro le toca desempeñar el rol de apestado. Claro que la madre de Carlos III aprehendió austeridad, sobriedad y responsabilidad en el Londres bombardeado por los nazis y al segundo Franco lo malcrió como al hijo que nunca tuvo. Las tornas han cambiado: así como por estos pagos tenemos ahora la suerte de disfrutar de un soberano preparado e impecable en el crucial apartado ético, camino de ser el mejor de nuestra historia, Carlos III se enfrenta al enorme reto de dar la vuelta a unas encuestas que muestran una lenta pero imparable caída del prestigio de la casa Windsor—el 58% de respaldo actual está muy lejos del 72% de hace una década— y superar el listón que deja su madre, que jamás se vio envuelta en un escándalo. Algo de lo que él no puede presumir. Felipe VI va bien, muy bien, pero para alcanzar la excelencia le bastará algo tan simple como interpretar el guión escrito desde 1952 por la Reina eterna. El ejemplo que nunca tuvo en casa. La Reina Isabel II ha muerto, ¡viva el Rey Felipe VI!