Hospitales

Usted estuvo crítico

Yo tenía necesidad de ordenar mis confusas sensaciones volviendo a donde estuve, pero sin saberlo, viendo los que fueron mis entornos pero que no vi

Luis Calvo - Sotelo Rodríguez - Acosta

Hace ahora aproximadamente dos años, 2020 por tanto, estando en mi casa en la costa norte gallega, mi hija Clara, inexcusablemente he de citarla, que pasa meses fuera de España, anunciándome que iba a venir a verme, me dijo: Como estoy viajando mucho, yo ya me he hecho pruebas, para estar tranquilos, ¿Por qué no te las haces tu? Hay que recordar que, por entonces, en España ya nos habíamos topado con el terrible Covid19 que nos mantuvo encerrados en primavera, pero todavía estábamos ajenos al zarpazo desgarrador que nos iba a ocasionar. Dime Clara ¿Qué pruebas he de hacerme? Concertamos visita a un centro médico en La Coruña y allí me hicieron pruebas para mi novedosas, toma de sangre y muestras nasales y de garganta. Le avisaríamos únicamente si diera usted positivo me dijeron. Me despedí tranquilo, mi estado era pletórico. Pero no habían transcurrido veinticuatro horas, llamada, ha dado usted positivo, ¿Nota cansancio, respira bien?

Estoy perfectamente, ¿Qué he de hacer? No salga de casa, aíslese, tómese la temperatura y mantenemos contacto. Informo a mi hija de la situación y recuerdo su llegada con mascarilla, gorro con pantalla, guantes…y dio comienzo toda una nueva e incierta situación.

Pasaron siete días en aquella intranquila espera y llegó aquí otra segunda y providencial sugerencia de Clara: Mira, aseveró, estamos lejos de la ciudad, ¿y si empeoras, y si respiras mal? Volvimos al hospital y ya, directamente, nuevas comprobaciones, analítica, radiografías, gasometría arterial. Terminadas, la fatal noticia: “Su evolución es muy mala, ha de quedar ingresado de inmediato.”

Dio comienzo mi calvario. Una semana permanecí en habitación aislada con controles de mi oxigenación y temperatura y con medicación casi experimental. Y el caso es que yo seguía sin encontrarme mal, solo un ligero malestar. Y en una de las periódicas revisiones, el segundo mazazo a mi ya debilitada moral: “Vamos a segur su evolución en la UCI”. Nada pregunté, recuerdo tan solo que en un acto de sereno acatamiento de que aquello pintaba mal, me quité mi viejo rolex que lleva conmigo más de cincuenta años dejándolo sobre la mesilla. El médico, con sensibilidad y complicidad, me dijo; “No se preocupe, nos ocupamos de sus cosas y se lo entregamos a su hija”. Percibo aún el sentimiento con el que escuché aquella frase a modo de cumplimiento testamentario con deseos finales.

Por lo que mucho tiempo después supe, dos días estuve en aquella UCI y siendo muy negativa mi evolución y sin los medios precisos, en ambulancia medicalizada me trasladaron a otro en La Coruña que ya entonces se estaba significando en la lucha contra aquel nuevo enemigo del que poco se sabía y tanta tragedia estaba empezando a originar. A este centro más adelante me referiré pues ha de ser coprotagonista en este relato.

Pero por tener un muy especial significado para mí, y quisiera ser capaz de hacérselo sentir también a usted, querido lector, no quiero dejar de recoger la secuencia siguiente: Desde aquella ambulancia en movimiento, sedado, intubado, supe percibir la sensación de traslado, metálicos ruidos de extrañas resonancias, todo lastrado por mi mente confusa y, de repente, como una repentina luz que irrumpe en la oscuridad, escuché la voz de mi hija, emocionada, cercana al llanto “Papá, no te preocupes, todo va a salir bien, estamos contigo” y yo mismo, me escuché diciéndole: “Tranquila, nos vamos a ver pronto, ya verás…”. Aquella conversación evidentemente jamás existió, yo no estaba en absoluto capacitado de mantenerla ni existía conexión alguna y, sin embargo, sí fue real el que mi hija en un coche que conducía su hermano Gonzaga, iban siguiendo aquella ambulancia en la noche de la ciudad que con premura me llevaba en busca de puerto protector que evitara el naufragio de mi vida. Sin duda, desde mi estado de inconsciencia y abatimiento, con la escasa autonomía que me quedaba, me aferraba desesperadamente al profundo sentimiento de cariño y ansias de vivir que mis hijos representaban.

Resumen. Fueron cuarenta días de hospital de los cuales dieciocho los pasé en UCI en un estado que me resulta difícil de describir. Creía escuchar conversaciones, percibía mi agitación y movimientos o espasmos bruscos sobre todo en las piernas, que una y otra vez lograba pasar por encima de las barras protectoras de la cama. Sentía una sed brutal y con las enormes dificultades para poder articular palabra que me producía la intubación, balbuceaba reiteradamente suplicando un poco de agua. Veía extrañas imágenes que azuzaban mi abatimiento y que me resultaban tan patentes, tan inequívocas, que era consciente de mi propia reflexión: “Sí, es cierto, lo estoy viendo sin duda.” Frente a mí, un enfermo fallecía, lo rodeaban varios sanitarios que discutían airadamente, gesticulaban mucho y, de repente, se marchaban y empujaban bruscamente hacia mi aquel cadáver del que yo, inmovilizado, trataba inútilmente de separarme.

Pesadillas continuas que impregnaban todo de un poso de tristeza y agitación. Tras salir de la UCI en cuyos últimos momentos, en ella fui medianamente consciente de que, me liberaban de la intubación, pasé luego diez días en habitación en planta, sondado, muy debilitado, con 12 kilos menos de peso. Como un muñeco roto me vencía hacia adelante la primera vez que me sentaron fuera de la cama, tuve una gran dificultad para ponerme de pie y fue titánico el esfuerzo con el que pude dar los primeros pasos.

Pero salí adelante, abandoné el hospital por mi propio pie y debo decir, que pronto, logré montar en mi bici y rodar unos metros. Sin duda mi vieja y mantenida fidelidad al deporte había resultado ser excelente aliada.

Cuanto antecede pocas veces lo he contado y jamás por escrito. He tratado de recordarlo ahora al seguir la amplia atención con la que, en fechas recientes , han prestado algunos medios a la conmemoración del cincuenta aniversario del hospital en el pase mi proceso que, en su origen , en 1973 se llamaba Cuidad Sanitaria Juan Canalejo, siendo hoy el CHUAC, Centro Hospitalario Universitario Ciudad de La Coruña, un centro gigante en el que trabajan 8000 profesionales que cubren prácticamente todas las especialidades, pioneros en difíciles operaciones de trasplantes, disponen de centro de quemados, secciones de investigación, etc. por todo lo cual, durante tres años consecutivos obtuvo el galardón de mejor hospital de España.

Por mi extrema gravedad, mi ingreso fue por urgencias, que es un CHUAC dentro de un CHUAC, potentísimo departamento en el que trabajan más de trescientos profesionales, operativo las 24 horas y en uno de cuyos boxes permanecí un tiempo. Todo esto pude saberlo tiempo después, al conocer a María de la Cámara, máxima responsable de Urgencias y en una interesantísima charla, tuvo la amabilidad de recopilar para mí el relato de mi historial y no solamente eso, sino que, atendiendo mi petición, me recibió en el hospital. Yo, tenía la necesidad de poner punto y final en mi ordenación mental de cuanto me había sucedido, volviendo a poder estar donde estuve, pero no lo sabía, viendo los que fueron mis entornos pero que no pude verlos, reviviendo ruidos sin la versión distorsionada de entonces. Y así, de nuevo entré por aquella puerta que, atrofiada mi mente, había atravesado en camilla. Pude sentir la higiénica frialdad del box de mi llegada. Con las debidas precauciones pude asomarme a la UCI que en nada se parecía a aquella de aterradoras visiones y visité también la que había sido mi habitación, de dimensiones pequeñas pero que en aquellos primeros intentos de mi esforzado caminar la recordaba de distancias insuperables.

En 2020, y 2021, todos seguimos la constante atención de los medios sobre la evolución y estadísticas de la terrible enfermedad que conmocionó a la sociedad, originando hábitos nuevos en trabajo, en familia, en colegios, en ocio y, en primera línea, en el ámbito sanitario. La sociedad en su conjunto, precisa la intervención y ayuda de una gran diversidad de profesionales, pero entre todos ellos, es el mundo sanitario el que merece una consideración muy especial pues en él se atiende, se preserva y se tutela ese TODO sin el cual nada hay, LA VIDA. Por eso, en este relato reitero mí agradecimiento a estos profesionales que en el desempeño de sus cometidos junto a preparación renovada y experiencia, acreditan comportamientos vocacionales dignos de resaltar.

Con esa alabanza y gratitud genérica concluyo mi relato al que sólo me resta añadir un final recuerdo porque sintetiza muy bien las descripciones hechas. Llevaba ya un par de días en mi habitación en planta y aunque aún sumido en abatimiento, comenzaba a ser consciente de mi situación, cuando uno de aquellos médicos camuflados en su indumentaria de protección que les hacían anónimos, comenzó a hacerme preguntas, entiendo que para valorar mi nivel de recuperación “¿Cómo se llama, qué edad tiene, sabe dónde estamos, sabe lo que le ha pasado?”. Parece ser que, aunque con lentitud de comprensión y expresión, fui atendiendo aceptablemente aquel interrogatorio y, en un momento dado, mi reflexión se detuvo y sin pensarlo, fui yo el que preguntó: “Doctor, he estado muy mal ¿verdad?” Y él, aunando comportamiento profesional con empatía hacia el paciente, con la verdad por delante, pero con cercanía afectiva, se aproximó más a mí en gesto de amistad, puso una de sus manos sobre mi hombro y con un tono de voz cálido y convincente que influía confianza y credibilidad, que permanece vivo en mi memoria, respondió: “Sí, así es, pero ya todo pasó. Enhorabuena, porque USTED ESTUVO CRITICO”