Yihadismo
El lenguaje sobre el terrorismo
Al definir este fenómeno criminal, no se deben utilizar subterfugios ni términos equívocos
Una de las “batallas” que se libró en la década de los 80 fue la del lenguaje sobre el terrorismo, al que, por mucho que pueda extrañar a los que no vivieron en esa época, no se le llamaba por su nombre.
Fue uno más de los “flancos” en los que hubo que combatir al “Frente Mediático” de ETA y su entorno, que era uno de los que complementaban la actividad criminal de los “comandos”. Por cierto, dentro de aquella singular “batalla”, lo de los “comandos”, que deberían haberse denominado “células” o algo similar, no con ese término genuinamente militar, se perdió. No hubo manera.
Lo del lenguaje en lo concerniente al terrorismo tiene mucha más importancia de lo que parece: no es lo mismo “dos jóvenes ejecutaron –o mataron, en el mejor de los casos- a un guardia civil”, que “dos terroristas (siempre presuntos, claro) asesinaron por la espalda a un guardia civil”. Personalmente, utilizaba también lo de “pistoleros terroristas· Dado que en el País Vasco y Navarra actuaban hasta tres ramas de ETA, se podía decir que fueron etarras directamente, como se llegó a normalizar en el lenguaje con el paso del tiempo.
Pero costó. Y hubo que soportar alguna crítica, explícita o velada, de lenguaje “fascista”.
ETA no era una organización a secas (por lo visto se dedicaba a hacer el bien y cultivar los campos) sino una banda de delincuentes; valía el calificativo de terrorista o mafiosa, ya que el chantaje de lo que denominaban “impuesto revolucionario” no era otra cosa que eso, pura mafia.
Excluido lo de “gudaris” (soldados vascos) por inaceptable, los que mataban y destruían no eran “personas desconocidas”, sino vulgares pistoleros, asesinos de la peor especie (presuntos siempre) y miembros de la banda terrorista ETA.
Las víctimas, hasta que se logró su visualización por la sociedad, que costó lo suyo, eran unos familiares que venían, rotos por el dolor, a recoger los restos de las personas asesinadas y después, el olvido más absoluto. Cuando un etarra moría en un enfrentamiento con las Fuerzas de Seguridad, fallecía en la cárcel o en el extranjero, el homenaje, todavía hay que aguantar esto cuando salen de prisión, eran de los que no se pueden olvidar. Nada se hacía para evitarlos. Hubo casos en que se recorrieron cientos de kilómetros para recibir al terrorista y acompañarlo hasta su pueblo natal donde, salvo excepciones, la capilla ardiente era instalada en el ayuntamiento.
Era algo así como el mundo al revés. Hay que reconocer que con la llegada de los socialistas al poder y ser nombrado ministro del Interior José Barrionuevo, las cosas cambiaron y las autoridades hacían acto de presencia en el lugar del atentado y en los funerales, donde tenían que soportar todo tipo de insultos y hasta lanzamiento de monedas. A mí me alcanzó una de 50 pesetas, que tenía su peso, en una de las cejas durante el cortejo de traslado de los féretros de las 11 víctimas del atentado de Zaragoza desde la Delegación del Gobierno hasta la Basílica del Pilar.
Volviendo a lo del lenguaje, ETA y su entorno trataba de imponer el suyo y sus mensajes, sobre todo lo de la amnistía e independencia y los más variados insultos dirigidos a los “txakurras” (perros, en euskera, como llamaban a los miembros de las Fuerzas de Seguridad) ante lo que, los que combatimos y lo seguimos haciendo aquel terrorismo, nos ocupamos de destacar la heroicidad, abnegación y voluntad de servicio de policías y guardias civiles. Y celebrar sus éxitos con todo lujo de detalles. La noticia de un atentado, de una desarticulación, no se consumía en sí misma y cuando podíamos, que fueran muchas veces, ofrecíamos a los lectores las declaraciones de los terroristas tras ser detenidos; los detalles de cómo se había cometido cada atentado y quedaba clara su maldad, odio y el absoluto desprecio por la vida humana.
Lo mismo ocurría con los presos, convertidos por la banda en víctimas de la represión. En esto, hay que reconocerlo, ETA acertaba en su siniestra estrategia: sabía que su actividad criminal producía, a corto o medio plazo, detenciones e ingresos en prisión. Ya tenían a sus reclusos por los que, lógicamente, debían seguir haciendo el mal. Curioso silogismo, si se puede utilizar este término.
Denunciamos los privilegios de que gozaban los reclusos terroristas frente al resto de los penados. Por citar sólo un caso, verificado presencialmente, en Carabanchel Mujeres tenían varios arcones congeladores en los que guardaban sustanciosas merluzas del norte, langostinos, verduras y otras exquisiteces. Hasta tenían una mascota, el gato “Agustín”, cuya misteriosa desaparición fue investigada por la jueza de vigilancia penitenciaria. Esos privilegios desaparecieron gracias a las noticias publicadas en la prensa “fascista”, la misma que enfatizaba las campañas etarras para generar “ataúdes blancos” en los que albergar los cadáveres de los hijos de guardias civiles asesinados en los atentados contra las casas cuartel, como las de Zaragoza o Vic.
Vienen estos recuerdos ante la noticia de que el Ayuntamiento de Barcelona ha editado una «guía cultural con perspectiva intercultural» para fomentar el «lenguaje inclusivo». Entre otras ocurrencias, está la de evitar términos como «terrorismo yihadista» o «terrorismo islámico». En su lugar, proponen que se hable de «extremismo violento» o que se use el nombre del grupo terrorista en concreto «sin asociarlo al islam o reducir la yihad a la violencia». Al Qaeda o el Estado Islámico (Daesh, Isis) pasan a ser grupos de extremistas sin ninguna connotación religiosa. No es lo que dicen ellos y conviene la comunidad internacional. Su interpretación del Islam es rigorista y tratan de justificar en ella la práctica del terrorismo, frente a los millones de musulmanes que profesan su religión, ajenos a este tipo de violencia.
A partir de ahora, los que atentaron de forma masiva en Madrid y en la misma Barcelona, eran unos simples extremistas, cuyas motivaciones, por lo visto, no quedaron claras. En esto, señora Colau, también se equivoca.
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