Aquí estamos de paso

Caronte

Quema ese cuerpecito, pulcramente envuelto en un improvisado sudario, de una criatura arrastrada por la urgente necesidad de su familia

Quema la imagen lejana pero explícita del niño cuyo cuerpo escupió el mar hace dos días en la veraniega costa de Tarragona. Tres personas envuelven con aparente delicadeza el cadáver. Dicen que perdió la vida hace meses en uno de esos viajes a ninguna parte que han convertido el Mediterráneo en un cementerio de desesperados.

Quema ese cuerpecito, pulcramente envuelto en un improvisado sudario, de una criatura arrastrada por la urgente necesidad de su familia, una madre, un padre, acaso unos hermanos, por escapar de un infierno para terminar ahogado en otro.

Duele en medio de una ola de calor que alguien ha bautizado con el nombre de Caronte, apropiado para esa imagen y todo lo que arrastra, o, mejor dicho, sumerge tras de sí. Caronte es el barquero que atraviesa culturas y épocas llevando en su barca las ánimas al Hades tenebroso mediante pago, según creían los griegos. Carontes infames, más aún que el mitológico, se siguen enriqueciendo con la desdicha de sus congéneres más cercanos, gente desesperada de su país, su cultura, su religión. Y el mar deposita sus cadáveres en las playas a las que turistas y viajeros acuden a aliviarse de los calores de Caronte.

El escenario común del ocio de unos y la muerte de otros debiera igualarnos en la conciencia, pero, ¿quién quiere amargarse las vacaciones con estas cosas? Llegamos a la misma playa por caminos distintos, y nuestro encuentro es una metáfora del mundo que habitamos, el mismo para todos, pero desigual aunque compartamos la misma playa, la misma tierra. Unos a bañarse, los otros a ahogarse o, con suerte, a sobrevivir.

No digo yo que haya que sentirse culpable, pero la verdad del mundo compartido debiera acaso revelarnos que podríamos darle una repensada a nuestra mirada a ese mundo que nos arroja cadáveres al veraneo. Los de un lado y los de otro respiramos, amamos, nos dolemos, nos desesperamos, huimos. Unos hemos tenido más suerte que otros, pero eso es algo puramente accidental, del momento. Mirado con perspectiva, también hubo un tiempo en que los nuestros huían y se desesperaban. Buscaban refugio lejos de la pobreza y de la muerte, y alivio para el dolor de los suyos. Nosotros éramos ellos hace apenas dos generaciones.

La emigración es una ruleta que todos hemos jugado alguna vez. Que seguimos jugando cuando no encontramos en casa lo que necesitamos, siquiera lo más básico, o si la muerte asoma por la ventana y es indispensable escapar.

Quema el cadáver de ese niño anónimo arrojado a la playa de vacaciones. Quema la indiferencia, la falta de arrestos para abordar la cuestión de una forma global y comprometida, porque es un problema de todos, no de la costa o de España. Ni siquiera de Europa. Caronte abrasa, pero sus émulos contemporáneos siguen haciendo negocio mientras aquí nos dedicamos a señalarnos con el dedo, a que sea otro el que se moje –ya se ahogan ellos– o hasta a echarles la culpa a las víctimas de su propia desgracia.