Ángela Vallvey

Aprender

La Razón
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El tirano Polícrates (570-522 a. C.) era un tipo con suerte. Disfrutaba de una felicidad perfecta. Haber asesinado a uno de sus hermanos y desterrado al otro para coronarse soberano absoluto de Samos aparentemente no le causaba problemas de conciencia: dormía a gusto y todo lo que intentaba le salía bien. Los excesos y desordenadas pasiones –que a cualquier otro pringado hubiesen condenado al precipicio existencial– a él le aumentaban el éxito y la salud. Conquistaba lo que se le ponía por delante: amores o islas del Egeo. Bajo su caudillaje florecieron las artes, las ciencias y el comercio. Estaba sembrado. Era un tío con estrella: un día arrojó al mar un anillo valiosísimo para probarle al mundo que él también podía perder algo y, pocos días después, le sirvieron a la brasa un pescado que se lo había tragado, de modo que recuperó la joya intacta. El rey de Egipto, colega de Polícrates, le advirtió asustado: «Tus prosperidades me espantan. Yo deseo a los que amo una mezcla de bienes y de males, porque las divinidades celosas no soportan a los mortales que gozan de una felicidad inalterable...». Después de lo del anillo, que le fue devuelto por el mar, Polícrates se convirtió en un sobrado de esos que se creen invulnerables a la adversa fortuna. Se reía de la desgracia. Se creía intocable por la fatalidad, y cuando el sátrapa de Lidia, Oretes, le prometió tesoros a cambio de convertirse en su aliado contra el rey de Persia, Polícrates –que tirando anillos al mar y haciendo acueductos empezaba a estar arruinado–, se dejó cautivar por la promesa de dinero fresquito. Y, en cuanto se descuidó, fue asesinado.

Moraleja: del éxito y de la felicidad no hay nada que aprender. La felicidad –decía Valéry–, tiene los ojos cerrados.