Restringido
Cataluña mendicante
Por enésima vez, en esta ocasión no sin perfidia, el Gobierno de Cataluña se ha dirigido al Estado para solicitar el adelanto de unos fondos que no debieran haberse gastado. El conseller de Economía, Oriol Junqueras, se reunió en una sala del aeropuerto de Barcelona con el ministro De Guindos para pedirle que las disputas políticas que envuelven al proyecto independentista no sean tenidas en cuenta en asuntos de finanzas. Cataluña está en quiebra, su Gobierno ha gastado mucho más de lo que disponía, ha acumulado unas deudas que ya llegan a los 68.000 millones de euros –más de nueve mil pavos por cada habitante– y ya no tiene margen para que nadie le preste dinero, pues sus bonos son literalmente basura de papel. Y mientras eso ocurría en El Prat, el Parlament daba nuevos pasos para formalizar eso que allí se denomina desconexión y que los mortales comunes entendemos como independencia.
El de Cataluña es, sin duda, el caso más dramático entre los varios que plantean las finanzas autonómicas en España. Lo es principalmente porque, más allá de su dimensión cuantitativa, la Generalitat, basándose en la falsa idea del déficit fiscal y en la consigna política del «España nos roba» –que vienen a ser lo mismo–, no ha querido abordar los ajustes en el gasto que hubiesen sido necesarios para equilibrar las cuentas o, al menos, presentar en ellas un déficit sostenible. Y no me refiero a la Sanidad o la Educación, sino al sinfín de programas presupuestarios sobre los que se sostiene el independentismo, con su desbordamiento de las competencias estatutarias y su generosa cesión de recursos a asociaciones, grupos y medios de comunicación separatistas, así como a la sangría provocada por una corrupción inveterada que impregna a las instituciones autonómicas.
Pero la resistencia del poder autonómico ante la idea –y la norma jurídica– de la estabilidad presupuestaria, que va más allá de Cataluña y se extiende sobre el arco mediterráneo para penetrar hasta Extremadura, no concierne sólo a los poderes regionales, sino que atañe también al Gobierno nacional. Pues, en efecto, es este Gobierno –y en particular su ministro de Hacienda– el que tiene encomendadas las funciones de vigilancia del cumplimiento de la ley correspondiente, así como las de exigencia de corrección y, en su caso, sanción cuando las administraciones autonómicas sobrepasen los límites establecidos. Así lo ha recordado la Comisión esta misma semana, a la vez que expresaba un apercibimiento que puede derivar en sanción.
Lo que ocurre es que, como ya observó Gerald Brenan en «El laberinto español», en nuestro país se legisla pero el cumplimiento de la Ley no se exige. Ello es clarísimo en esta materia de la estabilidad, en la que el Estado choca con los poderes regionales, aun cuando las armas jurídicas y financieras de aquél son poderosísimas. Y se generan así situaciones que en las mentes cartesianas de los funcionarios europeos resultan incomprensibles. Así que resignémonos a que, mientras Cataluña mendiga, España acabe siendo sancionada.
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