Copago sanitario

Copago farmacéutico

La Razón
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El copago farmacéutico es una técnica propuesta por los economistas para encauzar la regulación de la demanda a fin de que ésta no se vea determinada por una apariencia de gratuidad. El problema está en que los enfermos compran medicamentos como si no costaran, cuando quien los paga es el sistema de salud. El caso es que este método da buenos resultados para evitar que los fármacos acaben en la basura, aunque requiere afinar muy bien su configuración con objeto de que ningún paciente sin recursos se quede sin tratamiento.

La ministra de Sanidad debiera saber estas cosas antes de hacer declaraciones insensatas sobre el cambio del copago en España. Digo más: tendría que haber encargado una evaluación rigurosa de la política del PP en esta materia previamente a hablar acerca de ella. Pero no ha sido así. Se lanzó al ruedo como si este asunto fuera una más de las trivialidades a las que nos tienen acostumbrados los políticos; y luego tuvo que dar marcha atrás sugiriendo que alguien –no ella– había metido la pata. Pero lo malo no es sólo eso; lo peor está en que, aprovechando la ocasión, quiso subirse al carro del populismo convirtiendo el copago en una política de equidad. Ya se sabe: que paguen los ricos en favor de los pobres. No es otro el sentido de diferenciar las cantidades exigidas a los consumidores de fármacos según su nivel de renta. Aunque, claro, la señora Montserrat demostró de esta manera su supina ignorancia, pues a estas alturas debiera haber aprendido que las tasas carecen de capacidad redistributiva, aunque ello no sea así con respecto al gasto. En concreto, las estimaciones más recientes señalan que el gasto farmacéutico reduce en torno a un dos por ciento la desigualdad entre los españoles, medida con el índice de Gini.

Comprendo que, en estos tiempos de tribulación, pretender que los políticos sean personas serias es tal vez pedir demasiado. La política se ha convertido en un juego de chisgarabís en el que todo resulta efímero y, por eso mismo, se puede decir cualquier bobada sin que, al parecer, tenga la menor importancia. No es como antes. Hace no mucho tiempo me llamó un viejo amigo que, en su momento, cuando lo de Franco, fue uno de los muchos represaliados por el Régimen. «Mikel –me dijo– tengo añoranza del franquismo». «¿Cómo puedes decir eso?» –le contesté, evocando inmediatamente su pasado–. Y respondió: «Porque, por lo menos, en aquella época, los políticos tenían título universitario y buenas maneras». Nuestra conversación siguió por esos derroteros haciendo distinciones entre unos y otros, entre aquí, en Madrid, y allá, donde nuestros ancestros vascos, entre la derecha y la izquierda. Parece que convenimos en que esta última es más proclive a reclutar gente con poca formación, mientras que aquella todavía se nutre de altos funcionarios y profesionales con máster. Pero creo que sesgamos nuestra valoración porque, visto lo visto, a la derecha la categoría se le nota cada vez menos.