Ángela Vallvey

Desahogo

La Razón
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Nadie como el españolito para desahogarse. Es que no consigue callarse, no se lo puede quedar todo dentro... Al españolazo y la españolita les gusta darle aire a su rabia. Puerta, y «pa’fuera». Que, si no, explotan. Les sienta bien aliñar con su irritación el medio ambiente. La polución madrileña es una mera tosecilla al lado del aire que expele un castizo en pleno cabreo. Si la furia española fuese ozono, sobre la Península Ibérica (descontando la sección de Portugal, que por allí son más tranquilitos) tendría una concentración tal que habría un agujero que se vería desde Orión. El desahogo es un alivio que deja tranquilo a quien lo practica. En teoría. En la práctica, lo encabrita más.

Un desahogo, pero en sentido inverso, tiene lugar cuando se le retira a alguien el saludo. El ninguneo. Qué bonita y elegante táctica de vernáculo desprecio consuetudinario. «La mejor ‘‘patá’’ es la que no se da», dice el refrán. Traducido, para que lo entiendan los modernos: el mejor puntapié es el que no sale del pie. Cada vez se practica menos. Una pena, porque resulta cosa discreta. El inconveniente del ninguneo es que no da mucho que hablar.

Desahógase la peña con improperios por la misma calle, o por Twitter, hacia cierta persona a quien «se le tienen ganas»: una vecina incómoda que despierta sentimientos equívocos, y cuya manera de tender la ropa es una afrenta; un amigo que le lanzó una mirada turbia al flamante coche de segunda mano recién comprado en un desguace de confianza; un famoso, el alcalde, un familiar que ha traicionado de alguna manera al «desahogante»... Verbigracia, en mitad de la rúa, al cruzarse con la persona en cuestión, se le dice: «¡Ay, jumento, carajaula!, así te caiga un mojón de buitre encima, ¡so viceversa!... Ah, no. Que de buitre no puede ser, que tu padre ya solo sale cuando le dan un permiso penitenciario...». Y luego, tras la andanada, continúa uno andando, más ligero de equipaje, sobre todo por la parte (tamaño bidón) de la bilis; se va el menda como quien pierde un par de kilos de hiel con el ejercicio «fitness» de la acritud despendolada. Y cuando el que recibe la ráfaga no atina a responder del susto, muy contento se queda el rapapolvero, que llega a su casa habiendo crecido por lo menos un par de centímetros. Aunque sea de colon.