Real Madrid

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La Razón
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Primer contacto con la realidad: el PSG saca los colores al Madrid. Piezas sueltas, distracciones pueriles, movimientos desacompasados; la inopia, en suma. Marcelo participa en casi todas las acciones de peligro del equipo francés. Su cuerpo corre, deambula, mientras su cabeza flota en las Batuecas. Sus despistes condicionan el resultado; pero tampoco los compañeros ayudan a rescatarle de ese estado de levitación. En Míchigan es diferente. Marcelo brilla en todo su esplendor; nunca ha sido un defensor de categoría, un zaguero de esos que en el código de barras lleva impreso «pasa el delantero, pero no el balón». Él no ve un precipicio cuando cruza la línea que divide el campo; al traspasar esa frontera es alegre, imaginativo, veloz, perspicaz, capaz de descubrir vías de escape donde otros sólo aprecian muros.

Marcelo en campo contrario es un delantero más, no un delantero cualquiera. Regatea, dribla, centra o pasa, según la posición que ocupe –eso de las asistencias, ya lo dijo Luis Aragonés, es para los facultativos de los hospitales y el personal de ambulancias–, más próximo a la banda o relampagueando por el interior. Su toque de balón es tan preciso como letal su manera de afrontar en carrera el uno contra uno. Desde 2008 es el lateral izquierdo de Brasil. Capello no confió en él cuando llegó al Madrid en 2006. Schuster fue quien le dio alas. Desde entonces vuela, centra, dispara con la izquierda o con la derecha, «ve puerta» si no tiene a mano un compañero mejor situado para chutar. Marcelo es un espectáculo, un fenómeno, un digno heredero de Roberto Carlos. No desmerece a su incomparable compatriota. Sólo tiene un defecto, su dispersión atrás. Nadie es perfecto.