Historia

Historia

Héroes

La Razón
La RazónLa Razón

Murió Harold Hayes. Médico militar durante la II Guerra Mundial. 93 años. Su historia está en los obituarios, memorable el de Robert McFadden para el «New York Times», y en varios libros. Pertenecía a un convoy aerotransportado que en noviembre del 43 perdió el rumbo en el Adriático, zarandeado por una tormenta, y aterrizó bajo fuego enemigo en Albania. Fue uno de los 30 médicos, pilotos y enfermeras atrapados en un país bajo la bota alemana. Penaron durante semanas. Hasta que finalmente, devorados por los gusarapos, famélicos, con las SS en los talones, cuando en casa ya les daban por muertos y los deudos habían recibido las banderas, el agradecimiento y las salvas, lograron rescatarlos. Cuesta vencer la tentación y no dedicar estas líneas a contrastar la humildad de Hayes, que a su regreso a la vida civil fue ingeniero de la Fuerza Aérea de EE UU, y la trombosis de esputos que sacude cada día los micrófonos del país. El patriotismo no consiste en rebuznar a diario lo mucho que amas a tu país. El patriotismo es el silencio de un hombre que, al igual que sus compañeros, calló lo sucedido durante décadas. Tras la caída de los nazis en Albania llegó al poder el comunista Enver Hoxha. Otro monstruo. Su policía secreta dedicaba los días a detener, torturar y ejecutar a cualquiera que durante la guerra hubiera ayudado a las tropas estadounidenses. Las familias de los colaboradores, y hablamos de la Resistencia, también iban directas al matadero. De ahí que Hayes fuera un héroe anónimo. Debe de ser duro no compartir tus penurias, acostarse con el runrún de los perros que siguen tu rastro, soñar con el silbido de los proyectiles, con la diarrea y las chinches, con el pavor a terminar ejecutado en una tapia, pero todavía peor es saber que, si rajas y exiges tus condecoraciones, tus entrevistas, tus pasadas por el lomo, morirán otros. En tiempos oscuros, cuando parece que algunos añoran el macarthismo, mientras florecen los grupos de odio y China aplaude la súbita dimisión del gigante americano en el Pacífico, reconforta cantarle a este médico novato. Al despeñarse por las grutas de la duermevela volvía a Albania pero nunca dudó de que el sacrificio fue imprescindible. Odiaba que lo llamasen héroe. Los héroes caminan en la Iliada. Él, y otros varios millones, cumplían con su deber. Liberaron a Europa del yugo totalitario y descorcharon sus venas de Normandía a Iwo Jima. Conviene recordarlo, y honrarles, ahora que todo parece volver a las cavernas y rebrota, con infantil sarampión, la retórica antiamericana de los desmemoriados, los canallas, los ingratos. De todos cuanto desprecian lo mucho que Europa debe a EE UU. Quizá porque, en el fondo, no sólo no niegan que las tropas estadounidenses fueron empalizada de la democracia sino que, en efecto, en eso consiste su secreto reproche y el panal vergonzante que alimenta su odio. Lo que ellos quieren, lo que codician, es otra cosa. Más emponderada. Más dada al referéndum. Menos Harold Hayes. Más Enver Hoxha.