Alfonso Ussía
Jalogüin
Como ya tenemos Gobierno y hemos dejado de ser una nación en funciones, se puede escribir de cualquier tontería. Lo haré de la fiesta ésa del Jalougüin, que ha colonizado a tantísimo lerdo. El Jalougüin, la noche de las brujas, del demonio y del mal gusto nos ha venido de los Estados Unidos. Lo celebran por igual Trump y Hillary Clinton. Para contrarrestar la fiesta de Todos los Santos, la retroprogresía importó el Jalougüin y lo introdujo en colegios, institutos y demás espacios dominados por la estupidez de sus responsables y la vulnerabilidad de los niños. Tiene sus ventajas. El pasado año, un individuo de Pasadena se disfrazó de bruja y estuvo haciendo el berzotas toda la noche en su prescindible ciudad. Harto de ser bruja, volvió a su casa, y al abrir la puerta del dulce hogar se encontró con una desagradable sorpresa. Sus dos perros rotweiller, «Lion» y «Cocó», le mostraron su desagrado con gruñidos nada esperanzadores. Y a renglón seguido, se lanzaron contra la bruja y no dejaron de ella –que era él– ni las criadillas.
El Jalougüin tiene otra utilidad. Sirve para distinguir a las familias normales de las otras. Una familia que celebra, impulsa y se divierte con el Jalougüin, se sitúa inmediatamente en el lado de lo desechable. No es familia merecedora de recomendaciones a favor. Una familia que aguarda con ilusión la llegada del Jalougüin, es propia de «urba» de chalés adosados, club social, piscina común y dóberman paseado por su propietario con chándal matutino. Es familia que elimina la preposición del jamón de York y consume «jamón yor». Es familia predispuesta, en la boda de los suyos, a cortar la tarta nupcial con cimitarra adquirida en el zoco de Estambul. Una tarta, por otra parte, que al accionar la trampilla simulada en su parte superior, allí donde se ubican los muñequitos que representan al novio y a la novia, se destapa y surgen de su interior tres palomas blancas que conmueven a los invitados y causan travieso regocijo. Los grupos familiares que celebran con entusiasmo el Jalougüin, en lugar de viajar a Miami lo hacen a «Mayami», porque son familias muy influidas –ellas dirán que «muy influenciadas»– por la cultura americana. Por supuesto que los niños de esas familias no ponen los zapatos a los Reyes Magos. Esperan la magia de los juguetes soñando trineos de renos voladores con Papa Nöel o Santa Claus al mando de las riendas. Y son familias que el traspasar durante la noche del 31 de diciembre el límite que separa al año vencido del año nacido, se besan emocionados y se desean «feliz entrada y salida», o «feliz salida y entrada», que sería lo más correcto si no constituyera la frasecita un tópico de alta peligrosidad social.
Curiosamente, esas familias tan influidas por las moditas que provienen de los Estados Unidos son en su mayoría modernas y progresistas. La fiesta de Todos los Santos se considera un tostón católico, y el Jalougüin una divertida noche ofrecida al terror, el pésimo gusto y lo que es peor, al riesgo del disfraz y el ocultamiento. Se deduce comprensible no festejar las tradiciones, pero ello no obliga a celebrar las ajenas cuando resultan tan arriesgadas como desagradables. El Jalougüin es la noche infernal de los sustos, las provocaciones, la desorientación y el mal gusto. Por desgracia, no todos los que se disfrazan de brujas, demonios o payasos tienen en sus casas a «Lion» y a «Cocó» para poner las cosas en su sitio.
En fin, que ya tenemos Gobierno y nos podemos dedicar a escribir y hablar de asuntos más importantes, como lo es la manipulación de nuestros jóvenes por parte de sus familias y educadores. El Jalougüin es la síntesis del peor gusto. Menos mal que es efímero. Felices gritos de terror.
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