Marca España

La casa de concejo

La Razón
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Un día Juan Marichal, que acababa de regresar del exilio, me dijo, en presencia de su mujer, Solita, la hija del poeta Pedro Salinas, que le miraba absorta: «La democracia municipal es la piedra clave de España». Me impresionó y me he acordado muchas veces de aquello, que asocio siempre a la Casa de Concejo del pueblo, que estaba enfrente de mi casa. Olía allí a tabaco negro y a sudor, tabaco de petaca o cuarterón, que se liaba con una maquinilla rudimentaria y un librillo de papel de fumar. Hasta don Joaquín, el maestro, que era manco, sabía utilizarla. El humo que emitía sin parar mi tío Sotero, el secretario, de la mañana a la noche, entre agudos ataques de tos que presagiaban el futuro cáncer de pulmón, impregnaba las paredes, los legajos de papeles y las vigas del techo. En los días de invierno funcionaba en medio de la sala una estufa de leña, única calefacción disponible. La humareda, cuando revocaba, envolvía también, sin guardar el menor respeto, el crucifijo y la fotografía de Franco con capote de campaña que presidían la pared del fondo. Cuarenta años después de que se cerrara para siempre el Ayuntamiento, cuando Sarnago, con la llegada de la democracia, quedó deshabitado, este olor aún impregna el aire del arrumbado salón municipal.

Las juntas, que pregonaba el alguacil a toque de corneta «bajo la multa que haya lugar», se celebraban generalmente por la noche, después de volver del campo y de apiensar a los animales. La asamblea, compuesta casi exclusivamente de hombres, se prolongaba a veces hasta la madrugada, sobre todo si las propuestas eran costosas. El griterío traspasaba entonces las ventanas y se mezclaba con los ladridos de los perros asustados. Aquellos hombres, con la tierra del barbecho aún en las abarcas, la boina en la cabeza, el cansancio en los riñones bajo la negra faja y el rostro acuchillado por el sol, la nieve y el viento afilado de la Alcarama, rompían en estas sesiones el largo silencio de sus vidas solitarias. Decían libremente lo que pensaban, defendían sus intereses alzando la voz sin perderse el respeto y teniendo en cuenta el interés de la comunidad. Una de las características de los pueblos de las Tierras Altas era la armoniosa combinación de propiedad privada minifundista y propiedad colectiva, formada por tierras, dehesas, prados y montes del común, que un día aciago compró el Estado para plantar pinos lo que provocó la gran despoblación. El único reducto de democracia durante la dictadura fueron estas juntas de vecinos de los pequeños Ayuntamientos rurales, ahora vacíos. Creo que llevaba razón Marichal.